sábado, 19 de julio de 2014

Gaza: ¿La culpa es de todos?


Resulta triste que sea privativo de la izquierda (y de parte de la socialdemocracia) exigir justicia internacional y denunciar la exagerada desproporcionalidad de los ataques israelíes en Gaza. Muere una persona de un bando y casi doscientos del otro (entre ellos, “medio centenar” de niños y la mayoría civiles), y a eso lo llamamos "guerra" o "enfrentamiento".

La derecha (conservadores, democristianos, liberales, y otras variantes “ultra” –y sin meterlos a todos en el mismo saco­–) ha sido históricamente antisemita en Europa. Ahora, acrobacias y piruetas ideológicas de la Europa de posguerra, se han reconvertido en sionistas. Sionistas por aplauso, por omisión o por discreta connivencia.

Entiendo que el paraguas ideológico de cada cual sirva de guía para interpretar la escena internacional, y que cierta opinión pública vea con buenos ojos que Europa expíe sus culpas y su mala conciencia en tierras ajenas, a costa de un pueblo que nada tuvo que ver con el secular antisemitismo europeo. Puedo entender los temores (fundados o no) de que se produzca "un genocidio a la inversa" y los ciudadanos israelíes se vean obligados a una "segunda diáspora". Y que, desde esa óptica alimentada por el miedo, se sustente el derecho de Israel a “defenderse”.

Pero una narrativa ideológica jamás debería servir de parapeto para legitimar, distorsionar o difuminar el crimen –que no guerra ni conflicto– que se lleva cometiendo desde 1948 en territorio palestino. Ese entusiasmo por nivelar y hacer simétrico el enfrentamiento entre una superpotencia militar y una población hacinada y desesperada tergiversa la realidad y se vuelve cómplice y respaldo de los verdugos.

Lamentablemente, ese es el papel que juegan la mayoría de los medios de comunicación. Y tienen dos maneras de hacerlo: una manera formalmente ideológica, “de trincheras”, y otra aséptica. La primera se identifica con un bando y opone su causa (legítima) a la de un oponente (ilegítimo), relativizando, negando o justificando las tropelías propias y magnificando las ajenas. Esta es a grandes rasgos la manera de enfocar el conflicto palestino-israelí de la prensa conservadora.

La segunda manera, la aséptica, es aquella que se presenta como neutra y no ideológica. Es la prensa liberal (y cada vez más, de corte socialdemócrata) que cultiva una narrativa del reparto equitativo de las culpas y responsabilidades. Nivela, aplana y hace simétricos a los oponentes y sus causas. Preconiza la necesidad de paz pero jamás señala al opresor. Y si lo hace, diluye y democratiza su acusación de manera que quepa en ella el mayor número de culpables. Es la famosa consigna del “todos somos responsables de la crisis” o del “todos hemos vivido por encima de nuestras responsabilidades” aplicada, en este caso, al drama palestino. La línea editorial de muchos periódicos. La postura habitual de las Naciones Unidas.

Los hechos, los datos y las cifras a menudo se acomodan a los relatos ideológicos, y es legítimo (además de habitual) que cada cual se arrime a sus referentes y a sus siglas (de tenerlas) e interprete el mundo desde su ventana-ideología. Pero solo hasta cierto punto. No a costa de sacrificar la evidencia y de faltar a la verdad. Lo que está ocurriendo en Gaza no es un enfrentamiento o una guerra. Es un ensañamiento brutal de Israel sobre la población civil palestina.


sábado, 4 de enero de 2014

Hijos de Occidente


Pesa sobre nosotros, hijos de Occidente, una vaga certidumbre que nos lleva a poblar de palabras el mundo y a creer que estas palabras suplen las cosas y rellenan oquedades con una rotunda materialidad.

La palabra vertida por la boca rodea y envuelve la cosa designada, la petrifica, la inmortaliza, esto es, la recubre y disuelve en su interior ¿Y qué queda? La arquitectura de la palabra, la carcasa: un templo al que acudir para encontrar refugio y consolarse entre sus blancas paredes. Dentro del templo: el ser, la realidad, la verdad, y fuera, el vacío, la nada.

El Verbo funda el Ser y lo suplanta; sobre esta idolatría reposan las certezas de los hijos de Occidente. Sobre este sustrato metafísico se erguirán, osadas y audaces, las banderas de dominio y conquista occidentales. El mundo y todo lo que en él acaece deja de ser un abismo insondable para convertirse en un relato manejable, enciclopédico, enciclopedizable.

La balsa de la medusa. Théodore Géricault.

Las palabras vertidas sobre el papel encuentran el soporte para deslizarse a través del tiempo, sobre el tiempo. ¿Qué es el tiempo? Una cinta que traslada las palabras de la boca al papel y del papel a la boca. En la boca las palabras se erizan y combaten, triunfan o sucumben, y al papel se trasladan, mayestáticas, las palabras victoriosas, ajenas a la extraordinaria violencia que las engendró. De este doble proceso deriva el relato histórico, la Historia.

Sólidas, angulosas y macizas, las palabras se deslizan en fila por la cinta del tiempo esperando que el filósofo, el poeta, el sacerdote -en una palabra, el enciclopedista-, acuda a poner orden y las abrace y las cambie de sitio, de orden, de posición, de dirección.

El enciclopedista es un operario que combina y recombina palabras. Él las moldea, las cercena, las subvierte, las amplifica o las desecha mientras éstas desfilan impasibles y flemáticas. Finalizado el trabajo, queda su creación, su relato. Y este discurso cerrado enseguida se escapa de sus manos y se pone en circulación, abierto a las heridas, incisiones, desmembramientos y apropiaciones que derivan del violento girar del tiempo de mano en mano.


Josu Ansoleaga Abascal
Bilbao. Enero 2014 


El occidental es un idólatra inveterado que cree haber dejado atrás toda clase de idolatría” F. H. Ross 

domingo, 5 de mayo de 2013

La primera mentira que fundó la Humanidad


Pintura de Edward Hopper
Hay en el gesto que premedita y sopesa el trazo de la letra que inaugura un escrito un resabio donde se concentran todos los artificios de la comunicación verbal: la distancia, el rodeo, la sombra, el arte de la suplantación, del ocultismo, del engaño. 

El primer balbuceo de los tiempos fundó el engaño sobre el que cabalga la humanidad entera hacia un destino incierto. Al artista de la primera palabra dicha de espaldas al imperio biológico corresponden todos los honores y debemos todos los elogios.

Son los artistas quienes desde entonces vienen sembrando de nombres las cosas. Son ellos quienes poblaron de dioses el firmamento, quienes roturaron la tierra y organizaron la urbe. Con asombroso dominio de las artes plásticas, ellos fueron quienes alumbraron y modelaron las nociones morales y quienes sujetaron la sociedad en un manojo vertical que ha ido pasando por las manos de diferentes ideas absolutas fundadoras.

Erguirse fue la ocurrencia más sofisticada del artista primigenio. Necesitaba sus manos para acompañar con gestos el primer balbuceo de la humanidad, para sujetar la pluma y el papel con los que fundar el mito y la memoria. Necesitaba las manos libres para ceñirse una corona y sostener un cetro, para manejar una batuta con la que dar ritmo y sentido al fugaz desfile del hombre sobre la tierra.

A los artistas y su engaño, pues, el aplauso por la partitura del tiempo desde donde vienen danzando todas las ideas arbitrarias por las que el homínido se ha erguido e inclinado y por las que ha hecho el arte y la guerra, la técnica y la historia. 

martes, 25 de septiembre de 2012

“Oh, vaya. Olvidé la bicicleta”.


Oh, vaya. Olvidé la bicicleta”.

Me doy una palmada en la frente y vuelvo sobre mis pasos. Nunca es agradable olvidarse de algo. Y menos cuando se trata de algo tan grande, tan evidente. Además, la bicicleta no es mía. Es de Andy, mi colega. La mía me la robaron o se extravió, ya no me acuerdo. Fue hace mucho tiempo, y le dije a Andy “eh tío, préstame tu bici”, y me la prestó.

En la ciudad, mientras me encamino hacia mi bicicleta, se desata el caos. Hay bandolerismo y pandillas. Es bastante sorprendente: se congregan multitudes y revientan coches y escaparates y luego se dispersan. Se escuchan sirenas y explosiones. ¡Qué tiempos!, pienso, y temo por mi bici, la bici de Andy. Por suerte recuerdo muy bien dónde la dejé: recostada en el mostrador del fast food del barrio, dentro del local ¡Vaya que si lo recuerdo! Esta certeza me reconforta.

¡Seguro que sigue allí! Cruzo los semáforos -que ya nadie respeta- zigzagueando entre los coches. Hay una multitud dispersa que hace lo mismo y los coches no aminoran la marcha. La turbamulta corre de un lado para el otro y lleva palos y cadenas y otras cosas. Por alguna razón todo el mundo parece enfadado y grita y golpea con las palmas abiertas los vidrios de los coches.

Por fin, milagrosamente, dejo atrás los innumerables peligros y llego hasta el fast food. Dentro se está desarrollando una tremenda pelea, una auténtica vorágine de destrucción. Lo sé porque el local tiene paredes de cristal y las luces del interior se derraman sobre la acera. Pero no veo mi bicicleta -la de Andy- desde aquí: ¡Horror! Entonces recuerdo que la había dejado al fondo, junto al mostrador, y que es normal no verla desde donde estoy. Y me tranquilizo bastante.

Empujo la puerta de cristal y entro. Vuelan platos, vasos y puños. Miro lleno de horror cómo unos pandilleros se afanan en destrozar unas bicicletas. Forman un corro en torno a ellas y van lanzando patadas, por turnos. No es mi bicicleta. Sé que no es mi bicicleta. Pero me quedo un rato mirando hipnotizado e inquieto, poseído por una vaga y fatídica premonición. Una silla cruza los aires y revienta los cristales. Llueven los trocitos en todas direcciones. Vuelvo en mí y recuerdo mi objetivo: ¡La bicicleta!

Me voy abriendo paso y llego hasta el mostrador con la esperanza de que siga ahí.

¡Está! ¡Afortunadamente está! Apoyada en el mostrador, tal y como la dejé. La miro de arriba abajo. Sí, no hay duda: está entera. La cojo y la volteo, compruebo la presión de las ruedas, el estado de las cadenas, las pastillas de los frenos, todas esas cosas. Hum, sí. La vuelvo a recostar. Doy un paso atrás y la contemplo. ¡Está maravillosa, perfecta, impecable! Siento orgullo y satisfacción, pero apenas me da tiempo a saborear mi triunfo cuando se va abriendo paso en mi mente una idea loca: y si me quedo la bicicleta, y si nunca más se la devuelvo y le digo: “Andy, colega, mira, me pillaron unos tipos y me reventaron. Se la llevaron, colega, no pude hacer nada”.

Oh, no. Eso no estaría bien -reflexiono-, y además Andy se enfadaría. De eso estoy seguro. Me diría “jodido negrata”, aunque sabe que no soy negro, y luego dejaría de hablarme por una buena temporada o chascaría los dedos para que Jimmy se encargue de mí.

Pensar en Jimmy hace que deseche la idea enseguida. Miro alrededor. La violencia y el caos arrecian. Con todo, se me ocurre que no sería mala idea pedir algo de comida para llevar antes de salir. Además, hay otro motivo: está ella. En cuanto me ve, sonríe. Siempre lo hace, y también se le ilumina la cara. Trato de hacerla entender lo que quiero pedir a través del griterío. Encaramado al mostrador, señalo insistentemente el dibujo de la hamburguesa vegetal sobre su cabeza, y le sonrío también y le grito que con patatas y para llevar, por favor. Mientras hago todo eso pienso: “es una chica muy guapa, pero nunca voy a tener el valor de pedirle una cita”.

Me entrega la comida en una bolsa de papel. Estoy a punto de decirle algo pero no lo hago y doy media vuelta y cojo la bicicleta y me adentro en la reyerta buscando la salida. Giro la cabeza y le digo ¡Gracias!, pero ella no me oye: está mirando con aire serio hacia otro lado, hacia dos hombres que ruedan por el suelo mientras se intercambian golpes.

Mires a donde mires, alrededor todo es salvajismo y desolación. Sin embargo, y contra todo pronóstico, consigo atravesar el local con la bicicleta y llegar hasta la puerta. Antes de salir una mano se planta en mi pecho. Es un negro con una cinta roja en la cabeza. Uno de los pandilleros de antes, constato. Me mira. Se queda así un rato. Luego mira mi bici. Dámela. ¡No! Sí. Bueno, toma.

Levanta la bicicleta por los aires. Los otros muchachos le jalean. La lanza sobre el montículo de bicicletas desguazadas y se reincorpora sin perder un segundo al círculo, junto con los otros. “¡La bicicleta, la bicicleta, la bicicleta!” No me oyen, se han olvidado de mí. Están completamente fuera de sí y rabiosos, ensimismados en su obsesión destructora, así que me quedo mirando cómo lo hacen, cómo revientan la bicicleta de Andy.

Bueno, pienso, ¿qué más puedo hacer? Doy media vuelta, empujo la puerta de cristal, milagrosamente intacta, y salgo afuera. La ciudad es un campo de batalla sembrado de barricadas y columnas de humo verticales. Llegan patrullas de la policía girando las luces de las sirenas. Los uniformados, agrupados en racimos compactos o correteando a titulo personal, rechazan tras sus escudos las embestidas de la multitud. Uno de ellos pasa de largo junto a mí enarbolando una porra. Luego se detiene. Vuelve atrás. Me mira. ¿Qué haces? Nada. ¿Seguro? Sí.

La respuesta parece dejarle satisfecho. ¡Circula!, grita, y sigue su camino. Yo emprendo el mío. ¿A dónde? No lo sé exactamente. Quiero decir: lo olvidé. De momento cruzo la calle y enfilo por la avenida ¡Ah! Una luz se ilumina en mi cabeza, por dentro. ¡Ya me acuerdo! Me doy una palmada en la frente, ¡claro que me acuerdo!

Pensando en mis cosas, voy dejando atrás la algarabía: rebaso una columna de blindados que escupe fuego con tremendo estrépito; un escuadrón de caballería que súbitamente carga y arrolla, detrás de mí, a la multitud; paso por una Asamblea Revolucionaria de ciudadanos sentados en un paso de cebra; atravieso un conglomerado de gente furibunda agolpada a las puertas de un mall; dos bandas rivales me abren pasillo sin dejar de gesticular e insultarse; un señor subido a una farola predica el Evangelio frente a un auditorio arrodillado; dejo todo eso atrás y por fin llego.

¿Andy? ¿Estás? Toco la puerta. Sí, pasa, pasa. Según me ve, se echa a mis brazos. ¡Es tremendo, terrible!, dice. Oh, Andy, colega, ¿qué te sucede?. Me mira como si no entendiese lo que le digo. ¡Jimmy!, grita: ¡Se ha ido! ¡Se ha ido! ¿A dónde? ¡A Perú! Pero ven, corre, no hay tiempo que perder. Ayúdame con esto. En el suelo hay una maleta llena a rebosar de libros. ¿Tú también te marchas?, le pregunto. Sí, a la capital. La Ca-pi-tal. En diez minutos sale el bus. ¡Rápido, ayúdame a cerrar esto! Restallidos y estruendos, tiembla todo y las luces parpadean. Conseguimos cerrar la maleta. Se desprende un trozo de techo y se levanta una nube de polvo. Oye, Andy, mira, colega, verás, ahí fuera....Oh- me corta agitando la mano-: ¡no te preocupes por eso! No tiene importancia. Y ahora: ¡Adiós!

Lo veo partir doblado sobre su maleta, calle abajo. ¡Taxi! Un taxi se detiene haciendo un trompo. Enormes bolas de fuego se elevan en el horizonte e iluminan el cielo. Llueven casquetes y cornisas. El taxi arranca echando chispas. Andy se asoma por la ventanilla trasera hasta la cintura y agita la palma abierta. Me dice adiós. Se da golpecitos en el pecho, a la altura del corazón, y me señala alternativamente. El taxi dobla una esquina y la ciudad se lo traga. Adiós, Andy, colega, le digo, y me quedo un rato así, mirando nada en particular. Entonces una certidumbre va penetrando en mi mente: ¡Oh, vaya!:

¡Olvide mencionarle lo de la bicicleta!


Escrito en Bilbao el 25 de septiembre del 2012


miércoles, 23 de mayo de 2012

El Fundamentalismo de (Libre) Mercado


Tal vez nunca haya existido un consenso mayor en la historia contemporánea que el de nuestros días. La crisis del 2008 supuso la oportunidad de refundar el sistema, de caminar hacia un capitalismo de rostro más humano poniendo límites al capital financiero mediante una regulación internacional. Lejos de ello, asistimos por primera vez al asalto explícito de las soberanías nacionales por los mercados financieros mundiales. Los medios de comunicación y los políticos hacen suyas las máximas doctrinarias de los grandes organismos internacionales. Solo hay un camino: austeridad, recortes, ajustes; en definitiva: el desmantelamiento del Estado del Bienestar. Décadas de conquista social se disuelven bajo el peso hegemónico de las tesis neoliberales, hábilmente camufladas bajo discursos llenos de tecnicismos pronunciados por autoridades expertas y muy versadas en asuntos económicos: los técnicos, los expertos, los tecnócratas.

El peligro de la ideología de Los Mercados (abanderada por grandes instituciones como el FMI, el BM, BCE, UE, etc) es que se presenta a sí misma como inocua, como ausente de ideología; un asunto que, como decía Sarkozy, “no es de izquierdas ni de derechas”. Tornada en dogma, se difunde en una sola voz por todos los medios de comunicación principales, y deviene hegemónica, incontestable. En esta tesitura, a la socialdemocracia europea solo le queda hacer ruido desde la Oposición o desdibujar sus fronteras ideológicas desde el Gobierno. Los ciudadanos asistimos pasivamente al relato mediático del fin de la ciudadanía; la soberanía nacional depende de la prima de riesgo y de la especulación depredadora de los mercados financieros. Solo los extremos del abanico político se atreven a levantarse y señalar a los culpables. El problema es que muchos señalan en la dirección equivocada: contra el inmigrante, contra el extranjero, contra la democracia. En medio de todo este espectáculo dantesco parece demasiado utópico o revolucionario pretender otras soluciones al suicidio de Europa. Contra los intereses del Capital y los mercados, no hay frontera ni democracia que pueda. Bajo el peso homogeneizante de los media y los políticos, no hay alternativa a esta impostura que no peque de idealista. 


Josu Ansoleaga

escrito en Lisboa
en marzo del 2012