“Oh,
vaya. Olvidé la bicicleta”.
Me
doy una palmada en la frente y vuelvo sobre mis pasos. Nunca es
agradable olvidarse de algo. Y menos cuando se trata de algo tan
grande, tan evidente. Además, la bicicleta no es mía. Es de
Andy, mi colega. La mía me la robaron o se extravió, ya no me
acuerdo. Fue hace mucho tiempo, y le dije a Andy “eh tío, préstame
tu bici”, y me la prestó.
En
la ciudad, mientras me encamino hacia mi bicicleta, se desata el
caos. Hay bandolerismo y pandillas. Es bastante sorprendente: se
congregan multitudes y revientan coches y escaparates y luego se
dispersan. Se escuchan sirenas y explosiones. ¡Qué tiempos!,
pienso, y temo por mi bici, la bici de Andy. Por suerte recuerdo muy
bien dónde la dejé: recostada en el mostrador del fast food
del barrio, dentro del local ¡Vaya que si lo recuerdo! Esta certeza
me reconforta.
¡Seguro
que sigue allí! Cruzo los semáforos -que ya nadie respeta-
zigzagueando entre los coches. Hay una multitud dispersa que hace lo
mismo y los coches no aminoran la marcha. La turbamulta corre de un
lado para el otro y lleva palos y cadenas y otras cosas. Por alguna
razón todo el mundo parece enfadado y grita y golpea con las palmas
abiertas los vidrios de los coches.
Por
fin, milagrosamente, dejo atrás los innumerables peligros y llego
hasta el fast food. Dentro se está desarrollando una tremenda
pelea, una auténtica vorágine de destrucción. Lo sé porque el
local tiene paredes de cristal y las luces del interior se derraman
sobre la acera. Pero no veo mi bicicleta -la de Andy- desde aquí:
¡Horror! Entonces recuerdo que la había dejado al fondo, junto al
mostrador, y que es normal no verla desde donde estoy. Y me
tranquilizo bastante.
Empujo
la puerta de cristal y entro. Vuelan platos, vasos y puños. Miro
lleno de horror cómo unos pandilleros se afanan en destrozar unas
bicicletas. Forman un corro en torno a ellas y van lanzando patadas,
por turnos. No es mi bicicleta. Sé que no es mi bicicleta. Pero me
quedo un rato mirando hipnotizado e inquieto, poseído por una vaga y
fatídica premonición. Una silla cruza los aires y revienta los
cristales. Llueven los trocitos en todas direcciones. Vuelvo en mí y
recuerdo mi objetivo: ¡La bicicleta!
Me
voy abriendo paso y llego hasta el mostrador con la esperanza de que
siga ahí.
¡Está!
¡Afortunadamente está! Apoyada en el mostrador, tal y como la dejé.
La miro de arriba abajo. Sí, no hay duda: está entera. La cojo y la
volteo, compruebo la presión de las ruedas, el estado de las
cadenas, las pastillas de los frenos, todas esas cosas. Hum, sí. La
vuelvo a recostar. Doy un paso atrás y la contemplo. ¡Está
maravillosa, perfecta, impecable! Siento orgullo y satisfacción,
pero apenas me da tiempo a saborear mi triunfo cuando se va abriendo
paso en mi mente una idea loca: y si me quedo la bicicleta, y
si nunca más se la devuelvo y le digo: “Andy, colega, mira, me
pillaron unos tipos y me reventaron. Se la llevaron, colega, no pude
hacer nada”.
Oh,
no. Eso no estaría bien -reflexiono-, y además Andy se enfadaría.
De eso estoy seguro. Me diría “jodido negrata”, aunque sabe que
no soy negro, y luego dejaría de hablarme por una buena temporada o
chascaría los dedos para que Jimmy se encargue de mí.
Pensar
en Jimmy hace que deseche la idea enseguida. Miro alrededor. La
violencia y el caos arrecian. Con todo, se me ocurre que no sería
mala idea pedir algo de comida para llevar antes de salir. Además,
hay otro motivo: está ella. En cuanto me ve, sonríe. Siempre lo
hace, y también se le ilumina la cara. Trato de hacerla entender lo
que quiero pedir a través del griterío. Encaramado al mostrador,
señalo insistentemente el dibujo de la hamburguesa vegetal sobre su
cabeza, y le sonrío también y le grito que con patatas y para
llevar, por favor. Mientras hago todo eso pienso: “es una chica muy
guapa, pero nunca voy a tener el valor de pedirle una cita”.
Me
entrega la comida en una bolsa de papel. Estoy a punto de decirle
algo pero no lo hago y doy media vuelta y cojo la bicicleta y me
adentro en la reyerta buscando la salida. Giro la cabeza y le digo
¡Gracias!, pero ella no me oye: está mirando con aire serio hacia
otro lado, hacia dos hombres que ruedan por el suelo mientras se
intercambian golpes.
Mires
a donde mires, alrededor todo es salvajismo y desolación. Sin
embargo, y contra todo pronóstico, consigo atravesar el local con la
bicicleta y llegar hasta la puerta. Antes de salir una mano se
planta en mi pecho. Es un negro con una cinta roja en la cabeza. Uno
de los pandilleros de antes, constato. Me mira. Se queda así un
rato. Luego mira mi bici. Dámela. ¡No! Sí. Bueno, toma.
Levanta
la bicicleta por los aires. Los otros muchachos le jalean. La lanza
sobre el montículo de bicicletas desguazadas y se reincorpora sin
perder un segundo al círculo, junto con los otros. “¡La
bicicleta, la bicicleta, la bicicleta!” No me oyen, se han olvidado
de mí. Están completamente fuera de sí y rabiosos, ensimismados en
su obsesión destructora, así que me quedo mirando cómo lo hacen,
cómo revientan la bicicleta de Andy.
Bueno,
pienso, ¿qué más puedo hacer? Doy media vuelta, empujo la puerta
de cristal, milagrosamente intacta, y salgo afuera. La ciudad es un
campo de batalla sembrado de barricadas y columnas de humo
verticales. Llegan patrullas de la policía girando las luces de las
sirenas. Los uniformados, agrupados en racimos compactos o
correteando a titulo personal, rechazan tras sus escudos las
embestidas de la multitud. Uno de ellos pasa de largo junto a mí
enarbolando una porra. Luego se detiene. Vuelve atrás. Me mira. ¿Qué
haces? Nada. ¿Seguro? Sí.
La
respuesta parece dejarle satisfecho. ¡Circula!, grita, y sigue su
camino. Yo emprendo el mío. ¿A dónde? No lo sé exactamente.
Quiero decir: lo olvidé. De momento cruzo la calle y enfilo por la
avenida ¡Ah! Una luz se ilumina en mi cabeza, por dentro. ¡Ya me
acuerdo! Me doy una palmada en la frente, ¡claro que me acuerdo!
Pensando
en mis cosas, voy dejando atrás la algarabía: rebaso una columna de
blindados que escupe fuego con tremendo estrépito; un escuadrón de
caballería que súbitamente carga y arrolla, detrás de mí, a la
multitud; paso por una Asamblea Revolucionaria de ciudadanos sentados
en un paso de cebra; atravieso un conglomerado de gente furibunda
agolpada a las puertas de un mall; dos bandas rivales me abren
pasillo sin dejar de gesticular e insultarse; un señor subido a una
farola predica el Evangelio frente a un auditorio arrodillado; dejo
todo eso atrás y por fin llego.
¿Andy?
¿Estás? Toco la puerta. Sí, pasa, pasa. Según me ve, se echa a
mis brazos. ¡Es tremendo, terrible!, dice. Oh, Andy, colega, ¿qué te sucede?. Me mira como si no entendiese lo que le digo. ¡Jimmy!, grita: ¡Se ha
ido! ¡Se ha ido! ¿A dónde? ¡A Perú! Pero ven, corre, no hay
tiempo que perder. Ayúdame con esto. En el suelo hay una maleta
llena a rebosar de libros. ¿Tú también te marchas?, le pregunto.
Sí, a la capital. La Ca-pi-tal. En diez minutos sale el bus.
¡Rápido, ayúdame a cerrar esto! Restallidos y estruendos, tiembla
todo y las luces parpadean. Conseguimos cerrar la maleta. Se
desprende un trozo de techo y se levanta una nube de polvo. Oye,
Andy, mira, colega, verás, ahí fuera....Oh- me corta agitando la
mano-: ¡no te preocupes por eso! No tiene importancia. Y ahora:
¡Adiós!
Lo
veo partir doblado sobre su maleta, calle abajo. ¡Taxi! Un taxi se
detiene haciendo un trompo. Enormes bolas de fuego se elevan en el
horizonte e iluminan el cielo. Llueven casquetes y cornisas. El taxi
arranca echando chispas. Andy se asoma por la ventanilla trasera
hasta la cintura y agita la palma abierta. Me dice adiós. Se da
golpecitos en el pecho, a la altura del corazón, y me señala
alternativamente. El taxi dobla una esquina y la ciudad se lo traga.
Adiós, Andy, colega, le digo, y me quedo un rato así, mirando nada
en particular. Entonces una certidumbre va penetrando en mi mente:
¡Oh, vaya!:
¡Olvide
mencionarle lo de la bicicleta!
Escrito en Bilbao el 25 de septiembre del 2012