martes, 25 de marzo de 2008

Llegó la oscuridad...Clara, dulce Clara...

El palacio de veraneo de la ilustre familia Del Río parpadeaba en colores amarillos bajo la oscuridad de una noche sin luna y sin estrellas, al tiempo que inundaba con una musiquilla de orquesta ahogada - una orgía de violines y piano- el valle sobre la que se erguía imponente: con sus torres de piedra, sus terrazas y sus amplias cristaleras de corte victoriano, desde las que se podía contemplar la villa a su pies, encajada entre montañas y atravesada por un río de aguas cristalinas.

Dentro del palacio, concretamente en el salón principal, se celebraba el decimoquinto cumpleaños de Clara Del Río, la única hija de la familia, que ya se había hecho toda una mujercita, allí plantada, con un corsé que hacía generosas sus formas, y un vestido terminado en campana, tan de moda en la época, haciendo reverencias y saludando cortésmente a los invitados, que en ese momento charlaban, fumaban, o bailaban al son de la alegre música.

Entonces ocurrió lo inesperado: de entre las gentes Clara captó unos ojos verdes que la miraban atentamente, y que luego se perdieron entre cabezas, peinados y sombreros. Fue un instante fugaz, un parpadeo, pero supuso el tiempo suficiente para que la joven señorita sintiese la necesidad de contemplar aquella mirada de nuevo, y la buscase disimuladamente entre los congregados.

Y así surgió el amor. Las miradas se encontrarían de nuevo, se estudiarían, se desnudarían, antes de que Ernesto Arana, un apuesto joven con fama de seductor y de buena familia, reuniese el valor para acercarse a ella y le pidiese un baile y, ambos, se dejasen seducir por los acordes de la música y trazasen espirales invisibles mientras bailaban perdidos en un abismo, entregados el uno al otro.

Se trató, sin embargo, de un amor efímero que cambió drásticamente la vida de Clara, que tuvo que dejar de lado, de la noche a la mañana, sus juegos de niña, sus muñecas y sus mundos de fantasía para entregarse a su futuro esposo en condición de mujer madura y con responsabilidades. Al año se celebró la boda con el beneplácito y la abierta alegría de las dos familias, y la generosidad de su padre permitió que el nuevo matrimonio hiciese del palacio de veraneo de la familia Del Río, su propio hogar. Allí se consolido el amor entre ambos, al principio de exigencias apremiantes: de caricias, de besos, de noches en vilo, de pasión. Estaban enamorados.

El amor, no obstante, acabó por diluirse con los años, cuando las ambiciones de Ernesto, su éxito en los negocios y su ascenso triunfal en el Partido Conservador, dejaron caer definitivamente un velo entre ambos que se espesaba a medida que trascurría el tiempo, y Clara vio cómo su marido endurecía sus modales, paseaba absorto por la casa sin reparar en ella, se encerraba en su despacho largas horas, y en las comidas y cenas apenas asentía con desgana a sus comentarios.

Fue así como Clara tuvo que aprender a vivir sola, sin una palabra bonita, sin una muestra de cariño, sin una caricia, ni una mirada atenta, sin un gesto amable, masticando el frío de su soledad con el vago recuerdo de aquel hombre que, una vez asumido que no podrían concebir jamás a un hijo con su apellido, cargó en el silencio una tormenta de reproches no dichos y aumentó su frialdad; frialdad que con el tiempo se convertiría en despotismo.

Clara sufría temporadas melancólicas, y pasaba las tardes contemplando la villa desde la terraza, absorta en vagos recuerdos y en vanas esperanzas, hasta que el sol se ocultaba en el horizonte dejando una estela rosa que bañaba la ciudad y las aguas del río. Se hizo una mujer madura, de mirada apagada, cuya única ilusión era la de tener un hijo, un hijito al que criar y dar el amor de madre que necesitaba dar, sin tener a quién.

Un día Ernesto la pegó, cosa que jamás había hecho. Había sido humillado públicamente por su contrario político, quien mencionó su fama en ciertos barrios de dudosa reputación, y regresó a casa dando bastonazos a los muebles y culpando a Clara de todos sus males. Durante la cena le enfureció el silencio de su esposa, y terminó por estrellar la vajilla contra el suelo y golpear a Clara con la mano abierta. Avergonzado y humillado por segunda vez, se disculpó entre sollozos primero y, sin saber qué hacer, terminó forzándola en el mismo suelo del comedor.

En adelante Clara se cerraría en su mutismo, en un silencio declarado, y Ernesto la evitaría con cualquier pretexto, durmiendo en otra habitación y volcándose en su carrera política como número uno del Partido Conservador. Los tiempos revueltos, con el auge del socialismo y las reivindicaciones de los obreros, resultaron ser una oportunidad para su ascenso en un partido que necesitaba relevos generacionales, y así consiguió olvidarse de Clara y de su propia vergüenza; aunque con el paso de los años arraigó la costumbre de visitar su cama algunas noches, y yacer sobre su esposa sin contemplaciones mientras Clara se dejaba hacer con las faldas levantadas y los ojos nublados por las lágrimas.

La primavera llegó y Clara experimentó la sensación de vértigo en el estómago, y la tierra temblar bajo sus pies cuando cierto atardecer, al resbalarse sobre la hierba mojada, unos brazos la rescataron del suelo con ternura, una sonrisa y unas palabras amables la sentaron en un banco, y unas manos retiraron con suavidad las hojas de su pelo. Sintió escalofríos al experimentar sensaciones que creía muertas ante aquel jardinero que su marido había contratado la semana anterior, en el que apenas había reparado y que ahora atendía sus rasguños y la hacía sentir mimada y querida como en los tiempos felices. Se estremeció con el tacto de su piel, con su olor a hierba cortada. Aquella primavera Clara recuperó su sonrisa, y el brillo alegre y espontáneo de su mirada.
* * *
Clara recuperó la vitalidad y el color rojo de sus mejillas. Pasaba muchos días en el jardín, aprendiendo las artes que le enseñaba el jardinero -en ausencia de su marido- o plantando rosales y esquejes de árboles, podando, removiendo las tierras, y haciendo otras tantas actividades que la mantenían ocupada. Cuando sabía que Ernesto se marchaba de la ciudad por asunto de negocios invitaba a Julián, que así se llamaba, a tomar limonada en la terraza para ver juntos el atardecer y charlar de plantas. Clara se contentaba con su compañía: compartían silencios, reían, se miraban.

Pasó la primavera, y ante las inminentes elecciones para la alcaldía de la villa, que mantuvieron a Ernesto muy ocupado, sus encuentros se hicieron más frecuentes, y Clara se sorprendió pensando día y noche en aquellos ojos oscuros y profundos y en su piel bronceada por el sol, anhelando su compañía, temblando al escuchar su voz. Se convirtieron en amantes una tarde huracanada, cuando la lluvia mojaba de costado y la terraza quedó inundada. Entraron al interior con las ropas caladas y encendieron la chimenea. Entonces no hubo palabras. Se fundieron en abrazos jadeantes y besos mojados, se desnudaron e hicieron el amor hasta que el amanecer irrumpió a través de las ventanas iluminando los dos cuerpos cálidos y entrelazados. Clara descubrió el verdadero amor y Julián terminaría muerto en los calabozos de la villa dos días después.

Las elecciones, controladas por los patronos, los industriales, los terratenientes y la aristocracia de sangre, dieron la victoria al candidato conservador, Ernesto Arana, pero las revueltas populares no se hicieron esperar, y pronto estallaron columnas de humo que se perdían en el horizonte, y que Clara contemplaba preocupada desde su terraza, pues Julián había mencionado en contadas ocasiones -y sólo cuando se fortaleció la confianza entre ambos- las condiciones de los trabajadores, la injusticia social, la ausencia de derechos… Pero Clara se hallaba muy lejos de todo aquello y jamás se le ocurrió pensar que Julián era un famoso anarquista que tramaba el asesinato de Ernesto, como luego se supo a través de los medios, y que ahora se hallaba encabezando la revuelta, proclamando la revolución y la justicia social en la villa humeante.

La represión no se hizo esperar, y el mismo día que se acallaron las protestas Clara escuchó como Ernesto se dirigía a oficiales que entraban y salían del palacio bramando órdenes de castigo, de reestablecimiento del orden, de venganza, y sólo le quedó esperar en vilo -día tras día- a que Julián apareciese con su sonrisa para dedicarse al jardín como si nada hubiera pasado. Los titulares de los periódicos anunciaron, una semana después, la noticia de un pistolero anarquista, antiguo jardinero del alcalde, muerto en las calles durante la revuelta, cuyo verdadero nombre era Alejandro, y no el Julián que ella tantas veces había evocado.

Una noche sin luna y sin estrellas, poco tiempo después de la desaparición de Julián, Clara escuchó los pasos de su marido acercarse hacia su cuarto. Una vez más Ernesto retiró las mantas y levantó sus faldas en silencio, sin sospechar que la mujer que la recibía tumbada en la oscuridad ocultaba un punzón en los pliegues de su falda que se hundía en el vientre lentamente a cada envestida suya. Clara murió despacio, sin una palabra, sin un gemido, y su último aliento expiró junto con el éxtasis de Ernesto, que sólo entonces palpó las telas húmedas, y el rostro lívido de su mujer. Pero ya era demasiado tarde para Clara; llegó la oscuridad, y con ella, una lágrima resbalando por su mejilla.


------fIN------


Frase de Gema: "Llegó la oscuridad, y con ella una lágrima resbalando por su mejilla"
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viernes, 14 de marzo de 2008

Huellas de bota entre dos hombres[IV relato]

Tras siglos de abandono, actualizo el blog con esta nueva entrada. Por fin tras cuatro meses, y tras intentarlo con infinidad de frases que aparecen semanalmente en elcuentacuentos, una idea elaborada y con un final pensado de antemano sale a la luz. La larba de la inspiración, sin embargo, llegó mucho antes, cuando un pedazo de cabrón y muy mala persona, compañero de piso mío en escocia (donde he pasado cuatro meses) me enseñó un album que le habia regalado su familia donde aparecía él de bebe, luego de niño, luego de adolescente..y esto me hizó reflexionar....A veces se nos olvida que hasta los dictadores mas despreciables tienen padres, y que estos alguna vez sonrieron felices, ajenos a lo cabrones que llegarían a ser ellos mismos de mayores.Supongo que todos podemos potenciar cosas buenas y cosas malas, como un abanico abierto, que refleja las posibilidades que nos quedan allí dónde no llegan los genes, y todo es circustancias y entorno, por lo menos para mi, que no creo en las influencias del Bien y del Mal. Así pues esto es lo que queda:


"El sol brillaba alegremente en la mañana del gran día, pero el suelo seguía blanco de nieve y el aire era muy frío".

Fueron en realidad dos mañanas completamente diferentes que, sin embargo, compartían un denominador común: el frío gélido y la blanca nieve bañada por un sol incipiente, tímido, pero también radiante. Dos mañanas hermosas, amanecidas sobre misma vida, pero en contextos diferentes.

Todavía perduran en mi débil memoria, ahora que yazgo postrado, esperando a que mi larga vida expire junto al último aliento. ¿Qué es lo que hace a los hombres ser como son, qué es aquello que diferencia las dos mañanas más felices de mi vida? Puede que nada, o todo.

Cuando los primeros rayos de sol se colaron difusos a través de los cristales empañados, aquella navidad de mi infancia, de mi niñez e inocencia, mis dos hermanos y yo despertamos al unísono, embargados por la emoción, y corrimos, y bajamos las escaleras a trompicones, y descubrimos los regalos junto al árbol, aquel árbol que en mi recuerdo todavía se yergue enorme, fantástico, lleno de maravillosos adornos y colores, sobre cajas desperdigadas por el suelo, empapeladas y trenzadas con hermosos lazos, gigantes también para mi imaginación, contenedores de la magia que hace feliz al niño que yo era, y que dejé de ser, con el tiempo, o en tiempos de guerra.

Cuando la luz del sol irrumpió en la misma habitación cierta mañana, veinte años después, yo ya me encontraba levantado, exaltado por la emoción. Por fin una vida dedicada por entero a la carrera militar cosechaba el último triunfo, y esa mañana sería condecorado y ascendido en la academia de la ciudad; la recompensa por la voluntad y el sacrificio: el capitán de brigada más joven de la historia nacional, el último de los hermanos en emanciparse. Esa misma mañana acudiría a casa de Amanda, y expondría mis intenciones de casarme con ella a su familia. La quería. Nos queríamos. Yo era feliz aquella mañana, arreglándome frente al espejo antes siquiera de que la luz matinal arañase el horizonte. Me contemplaba orgulloso, exultante, y sonreía a la vida.

Lo que más feliz me hizo aquella mañana, sin embargo, no fueron los coloridos regalos, que mis ojos recorrían ávidos de la emoción, y que comenzaba a seleccionar cuidadosamente, mientras mis hermanos se lanzaban a por los suyos. Me gustaba abrazarlos, sentirlos antes de desenvolver la magia que poseían. Mis brazos apenas alcanzaban para rodear una de aquellas fastuosas cajas y recuerdo como si fuese hoy su textura lisa y el olor dulce del papel, la mirada cariñosa y divertida de mi madre que aparecía en bata para vernos, el aroma a café que envolvía la estancia proveniente de la cocina.

Bajé las escaleras, enfundado en un impecable traje, tras ajustarme la gorra de capitán y echar el último vistazo, frente al espejo, al hombre que me había convertido de la noche a la mañana. En el salón aguardaba mi madre mirando a través de la ventana, solitaria, y melancólica. La mirada cansada, el ceño sombrío. La edad había erosionado sus formas, pero conservaba la vitalidad de antaño, la vitalidad de una mujer fuerte acostumbrada a estar sola, como ahora en aquel salón vacío, austero... Apenas un discreto abrazo, sin palabras, pero lleno de emoción dijo el adiós definitivo. Yo era su pequeño, y ahora me marchaba. La gran casa quedaría definitivamente vacía, sin padre, sin mis hermanos, sin criados, sin vida. Eran tiempos duros, eran tiempos de guerra.

Bajo el sol radiante, sobre la blanca nieve, cortando el frío de la mañana, un coche se acerca desde el horizonte subiendo la colina lentamente, rompiendo la quietud del entorno con el rugido del motor. El ruido, apenas un ronroneo lejano en la fiesta de regalos, distrajo enseguida nuestra atención en el salón, y mis hermanos y yo nos quedamos quietos, muy quietos, con los ojos desorbitados, mirando a nuestra madre, quien abrió la boca sorprendida y desconcertada, y se llevó una mano al pecho.
No podía ser, ¡padre había vuelto del frente! Madre e hijos nos abalanzamos hacia la ventana, y contemplamos maravillados aquel coche militar, que tantas veces evocábamos cuando echábamos de menos a nuestro padre, acercándose desde el horizonte, pequeño y oscuro colina abajo, en la lejanía, como si de un sueño se tratase, y luego cerca, tan cerca que se podía sentir el contacto del metal, la carrocería brillante, que aparca frente a la casa, y luego la puerta abrirse, y de su interior, unas botas emerger, contundentes, sobre la blanca nieve…

Sentía que mi madre me seguía con la mirada tras la ventana, guarecida en esa casa solitaria, ahora que yo, siguiendo los pasos de mi padre, marcaba con mis botas la nieve dejando los recuerdos de mi infancia atrás, perdiéndome en el horizonte. Estaría orgulloso de verme ahora bajo el sol radiante, tan elegante, tan seguro camino de la academia de la ciudad, colina abajo, como él -también el pequeño de sus cinco hermanos-, cuando una vez, siendo muy joven, decidió dedicarse a la profesión militar. El frescor de la mañana me hacía sentir bien, y el sol bañaba suavemente mi rostro. Caminaba contento. El destino me esperaba. Era la mañana más feliz de mi vida.

Allí estaba él, después de tantos meses. Había vuelto. Mis hermanos y yo salimos corriendo en pijama al jardín nevado a recibirle, y padre nos cogió en brazos, uno a uno, entre carcajadas. Nos alzaba y nos decía lo mucho que habíamos crecido. Recuerdo todavía su abrazo fuerte, la mezcla de olores a tabaco, crema de afeitar, y loción de regaliz; su cuidado mostacho, que pinchaba, y su mirada: el brillo de su mirada al reparar en nuestra madre, apoyada en el marco de la puerta con los brazos cruzados, escondiendo con una sonrisa la emoción que la embargaba. Se fundieron en un abrazo… luego todo fue alegría: la sonrisa de mi madre, el vivo color de sus mejillas, la presencia de mi padre, que llenaba el hogar, risas y más risas, regalos a medio desenvolver,…el mejor regalo de mi vida fue aquella mañana. La mañana más feliz de mi vida.

La guerra se estaba perdiendo, los frentes se desmoronaban y yo llevaba nueve meses y un día sin reunirme con mi mujer, Amanda, sin acudir a mi hogar.
Caminaba entre trincheras, sobre el barro mezclado con nieve y sangre, camino de la retaguardia. El motivo: nueve soldados desertores. El frío era insoportable, y el silencio, tras una mañana sin bombas y sin el tableteo de las ametralladoras, era intenso, ensordecedor. Todo estaba callado, sólo el crujir de mis botas y el tosido y los lamentos de mis soldados. Aquellos muchachos necesitaban una lección, los desertores no quedarían sin castigo.

Recuerdo que jugaba y jugaba, y no podía parar de reír con mis hermanos, mientras padre nos miraba desde su sillón, con madre a su lado. Tras tanto tiempo, allí estaba él, llenando el mundo con su presencia, y yo, feliz, sabía secretamente que tarde o temprano se uniría a nuestros juegos.

Una paloma blanca sobrevoló mi cabeza y dio a posarse sobre una estaca. Me detuve unos segundos, contemplándola, y palpé el bolsillo de mi guerrera. Nunca fui supersticioso pero la paloma, decía mi madre, significa que hay mensajes o noticias importantes, y recordé que guardaba en mi bolsillo la carta que recibí el día anterior de Amanda. No quise abrirla para descubrir otro reproche, tinta corrida y papel mojado por las lágrimas de su soledad. No me quedaba elección, no podía volver, pero ella no podía entenderlo. Reanudé mi marcha y leí las primeras líneas. Tiempo después memoricé palabra a palabra aquella carta que no terminé de leer en su momento, quizá por cobardía.

“… Si supieses, esposo mío, lo sola y triste que me siento. Porqué no volviste, si tuviste elección, porque decidiste quedarte lejos de mí. No es vida la mía. Despierto sola en una cama grande, y las primeras lágrimas se derraman al volverme y no verte a mi lado, un espacio vacío lleno de incertidumbres, un sin vivir el día a día, pendiente de las noticias que llegan del frente, aguardando lo peor con el corazón ahogado…Fui una chiquilla tonta, ahora me doy cuenta. Han pasado tres años desde entonces. ¿Cómo no pude darme cuenta? Tu mirada no reflejaba el amor, sino la ambición y el egoísmo. Yo no era parte de tu felicidad, sino el camino para llegar a ella…Y dije sí, accedí a casarme contigo, espantando a estos fantasmas, porque estaba enamorada. Tú nunca lo estuviste, y no te culpo. Ya es demasiado tarde…”

- Señor, aquí están los nueve-un joven soldado señalaba hacia una tapia agujereaba por las balas sobre la que yacían, apostados encima de la nieve, nueve hombres en fila, las manos atadas a la espalda, y cabizbajos.

Guardé el papel y me acerqué lentamente. Tardaron un tiempo en reparar en mi presencia, y entonces, recuerdo que sus rostros se alzaron, despertados por el crujido de la nieve bajo mis pasos, y pude contemplar el asombro dibujado en sus facciones, el reflejo del miedo en sus miradas perdidas, y pude sentir cómo una ola de pánico recorría la fila, de hombre a hombre, encogidos ante mi presencia. Reinaba el silencio, un tenso silencio. Ordené que se levantasen.
En la guerra ya no había reglas, ahora que el país se desmoronaba, así que yo imponía las mías. Todos me temían. Los acontecimientos se desarrollaron rápido: Desenfundé mi pistola, y recorrí la distancia que me separaba del primer muchacho de la fila, apenas un adolescente imberbe de hermosos ojos azules, que lloraba y rezaba entre convulsiones, presa de un ataque de pánico. Posé el cañón de la pistola sobre su frente…

… Padre se quitó las botas, con ayuda de madre, y se lanzó a por nosotros, sin previo aviso, provocando un estallido de carcajadas. Casi tiró el árbol y todo. Siempre me cogía a mí el primero, y me ponía sobre su espalda, diciendo que era el caballero más valeroso que jamás háyase visto sobre la Tierra, y que los príncipes mayores nunca lograrían derribarme de mi montura, y entonces no parábamos de jugar y revolcarnos por el suelo, entre empujones, ataques de cosquillas, risas y más risas, hasta que la criada anunciaba el desayuno, y padre, congestionado, decidía que ya era suficiente por ese día, que mañana seguiríamos. Pero recuerdo que aquella mañana fue la más divertida de todas las que recordaba, quizá porque fue la última. Padre partió de nuevo la mañana siguiente, y nunca más se supo de él.

…Apreté el gatillo, y la detonación recorrió los aires, al tiempo que un grito, entre la sorpresa y el terror, brotaba de la garganta de los hombres, la sangre salpicaba la tapia, los ojos azules se apagaban, y el cuerpo se balanceaba hasta desplomarse, sin vida…

…Tras el desayuno padre y madre subieron a la habitación, y mis hermanos y yo decidimos salir al jardín a jugar con la nieve, como acostumbrábamos, a hacer muñecos y lanzarnos bolas, y así trascurrió buena parte de la mañana, hasta que padre nos hizo llamar, pero no todos a la vez, sino uno a uno, empezando por los mayores. Al fin pronunció mi nombre. Se hallaba sentado en su butaca del salón, fumando una pipa. Sus ojos estaban tristes. Hizo una señal y se dio unas palmadas en la pierna para que me sentase sobre su regazo.
- Tú eres el pequeñín de los tres hermanos, verdad. Como yo una vez también lo fui, pero no te preocupes, luego me convertí en el más apuesto, en todo un hombretón; como tú vas a ser el día de mañana, ¿verdad que sí?-asentí con los ojos como platos; padre siempre me había intimidado, al tiempo que me hacía sentir seguro a su lado; era como de roca, una figura invencible y protectora-. Mañana tendré que marcharme de nuevo. Tu padre es un hombre con responsabilidades ineludibles. La guerra es un asunto muy serio, y tengo que volver-asentí de nuevo-. Puede que me quede mucho tiempo en el frente, pero quiero que sepas que no me olvidaré de vosotros. Cuida de tu madre y tus hermanos, y pórtate bien. ¿Verdad que te vas a portar bien, hombretón?-. me alzó por encima de su cabeza y dije sí, y comencé a reír, aunque en mi interior ya se extendía, como una sombra, el eco de una tristeza sorda, la misma tristeza que envolvería la casa y especialmente a mi madre, cuando se perdió la esperanza de volver a ver como padre llenaba el mundo con su presencia.

…Disparé a uno tras otro, con el semblante de quien ejecuta una tarea rutinaria, sin pensar en nada, ajeno a la sucesión de imágenes que recogían mis pupilas, los gritos y el terror, los cuerpos caer sobre sí mismos o contra la tapia; la serenidad de quien no teme a la muerte mirando mi cañón, antes de caer desplomado; el terror de otros ojos, que suplican, que no asimilan lo que ocurre, antes de perderse en el vacío; la mueca de odio del siguiente, que cierra los párpados antes de sentir el metal ya caliente del orificio… y así hasta el noveno soldado, que se ha orinado, y caído sobre sus rodillas, que repentinamente se eleva y mira al cielo- la nuez de su garganta sometida a un frenético traqueteo-, y grita con toda su alma una palabra que rasga el cielo y desgarra el alma, a medio pronunciar, sesgada por el último disparo, que ahora se repite en mi cabeza, nítida como si de la misma garganta brotase, el mismo día, bajo el mismo sol, sobre la misma nieve manchada de sangre y sembrada con los cuerpos de los traidores.

Un ruido lejano proveniente de fuera me despertó a la medianoche. Salté de la cama y me acerqué a la ventana. Limpié el cristal empañado con la manga de mi pijama y, ya a lo lejos, vi cómo el coche militar de padre surcaba la nieve lentamente en dirección a un horizonte estrellado, hasta no ver nada más que oscuridad; oscuridad y estrellas en el firmamento.

Regresó de nuevo el silencio tras el eco de la última detonación, enfundé la pistola todavía humeante y me enfrenté a la cara de los congregados, que miraban atónitos y horrorizados por mi acto. Encerrado en mi mutismo, con expresión sombría, arropado por un silencio creciente, las miradas y los primeros copos de nieve que se dejaron mecer sobre nuestras cabezas, volví sobre mis pasos y, de nuevo, la estaca sobre la que ya no posaba ninguna paloma me hizo recordar el peso amargo de la carta de Amanta en mi bolsillo.

“… Ya es demasiado tarde, amor mío. Éstas son mis últimas líneas. Me estoy muriendo… No me queda tiempo y aquí me encuentro, dedicándotelo por entero a ti, rogando a Dios por tu salud, por tu felicidad, hasta mi último suspiro. Tú fuiste mi vida, a ti te entregue mi felicidad, y ahora solo quiero volver a sentirte a mi lado; que me estreches, que me mires, que me sonrías como sólo tú sabes hacer, antes de cerrar los ojos y entregarme al sueño perpetuo…Tengo miedo. Cuando la carta llegue a ti será demasiado tarde para mí. Estaré muerta. Estoy muerta mientras recorres estas líneas…te ruego que vuelvas del frente, para hacerte cargo de la vida que se mece en mis brazos. Tienes un hijo que he mantenido oculto en mis cartas hasta ahora porque no quise forzarte a regresar. Quería ser lo único que motivase tu regreso. No me culpes, esposo. El amor no correspondido consume a las personas, y yo nunca deje de ser aquella chiquilla tonta y enamorada, pero ahora todo es diferente. Nació ayer, pero hubo complicaciones en el parto. Me siento débil. Apenas puedo escribir. Tienes que volver. Moriré feliz con el pequeñín en mis brazos. Si pudieras verlo ahora, dormido en su cuna: tiene tus mismos ojos verdes, la misma boca, es el vivo recuerdo de su padre…
P.D. Cuando yo ya no esté aquí tengo todo dispuesto para que tu madre lo lleve consigo. Ve a la casa de tu infancia, sin demora
Te quiero.
Amanta.”


Sé que releí aquella carta por lo menos tres veces antes de comprobar la fecha en que fue escrita. Sé que caí de rodillas al suelo y que una ola de calor seco recorrió mi pecho y garganta y que, al contemplar el cielo abierto y la nieve revoloteando sobre mi rostro, sentí la necesidad de llorar, de abrazarme a alguien: a Amanda, a mi hijo. Pero sé que no lloré, que tan siquiera se me empañaron los ojos. El dolor era de piedra, era hermético, no podía liberarlo, y su origen más doloroso no era la desolación por la pérdida, sino una semilla de indiferencia por todo aquello que brotaba en mi interior de hierro encerrado en aquel mundo gris en el que ya no creía, en el que ya nada importaba y todo valía. Tuve que gritar, necesitaba gritar, pero no me salieron las palabras, y la mandíbula encajada y tensa, solo se batió para repetir, herida y ronca, la palabra a medio proferir del último ejecutado antes de salpicar la tapia con su vida: …”hijo de puta”…, grité a los cielos con todos mis pulmones, y luego escuché asombrado mi propia voz metálica trasportada por los ecos que surcaban los aires para devolverme sin piedad lo que era mío, o dirigido a mí.


- Está en su cuna- madre señaló hacia el interior de la habitación que antaño fue mía. Apenas pude reconocer la mirada apagada en aquel rostro ajado; el recuerdo vago de mi madre, antaño fuerte y juvenil, marchito ahora por los avatares de la guerra; como la casa de mi infancia, donde ya nada brillaba: la madera crujía, las paredes se desconchaban y agrietaban, y aquel olor a viejo, a húmedo que impregnaba las sombras de una casa vacía, vacía como la mirada de mi propia madre. Recuerdo el instante en que atisbé la casa de mi infancia recortada sobre un horizonte nubloso y gris desde la ventanilla del coche militar que me traía de vuelta a mis recuerdos, y cómo crecía sobre la colina a medida que me acercaba, triste y solemne, envuelta en una espiral de neblina en la que me adentraba con el corazón encogido al recorrer mi cuerpo la cruda certeza de que todo aquello que miraba tras el cristal se había perdido junto con una parte de mí; sólo quedaban ya los retazos de un recuerdo ajeno y difuso. Las botas que se plantaron sobre la nieve aquella mañana eran las de otro hombre, y sin embargo, aquel oficial del Estado Mayor plantado frente a su infancia era yo, y nadie más que yo.


Lo cogí en mis brazos bajo la atenta mirada de mi madre, y lo mecí suavemente. Aquel cuerpecito suave y terso que alzaba las manitas en busca de su padre conmovió mi corazón, y por un momento la vida dejo de ser tan hostil, tan brutal, y la propia casa emergió de la oscuridad en aquel cuarto que me había visto crecer y que ahora irradiaba luz y en el que nada olía a viejo, sino a leche, polvos de talco y perfume de bebé. Me miraba asombrado y risueño, y sus manitas tocaron mi rostro. Mentiría si digo que no sonreí aquel día por primera vez en mucho tiempo, y que él aprobó mi sonrisa con un chillido excitado, mostrando sus encías rosadas entre los papos y dando pataletas en el aire. Respiré su aroma tibio y lo estreche contra mi pecho.
Entonces una lágrima surcó mi rostro bautizando en agua salada la delicada cabeza de mi hijo, entregado todo él a un súbito sueño arropado por la seguridad de mis brazos y felizmente ajeno a los horrores del mundo.


-------------Fin---------------


Frase de Matilda Grimm
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miércoles, 12 de marzo de 2008

holocausto bipartidista

Las elecciones del 9 de marzo, y una vez más se confirma la tendencia a la que apuntan las democracias: bipartidismo. Dos colores, dos voces en un parlamento donde debería haber un arco iris. Un cara o cruz que niega la diversidad y el pluralismo, que es como negar la condición del ser humano. Y así seguiremos, hasta que en el parlamento sólo existan dos alternativas y nos quedemos con cara de gilipollas, decidiendo quien es el menos malo, o con el llamado “voto útil” para hacer frente al pensamiento único y homogéneo -quizá porque uno piensa por todos- apoyando a la alternativa, que camina en la misma dirección, hasta que se fundan los colores en el centro, que está de moda y es lo que gusta a la mundialización…El sistema cuida bien de sus intereses. Sólo queda nadar a contracorriente…