El palacio de veraneo de la ilustre familia Del Río parpadeaba en colores amarillos bajo la oscuridad de una noche sin luna y sin estrellas, al tiempo que inundaba con una musiquilla de orquesta ahogada - una orgía de violines y piano- el valle sobre la que se erguía imponente: con sus torres de piedra, sus terrazas y sus amplias cristaleras de corte victoriano, desde las que se podía contemplar la villa a su pies, encajada entre montañas y atravesada por un río de aguas cristalinas.
Dentro del palacio, concretamente en el salón principal, se celebraba el decimoquinto cumpleaños de Clara Del Río, la única hija de la familia, que ya se había hecho toda una mujercita, allí plantada, con un corsé que hacía generosas sus formas, y un vestido terminado en campana, tan de moda en la época, haciendo reverencias y saludando cortésmente a los invitados, que en ese momento charlaban, fumaban, o bailaban al son de la alegre música.
Entonces ocurrió lo inesperado: de entre las gentes Clara captó unos ojos verdes que la miraban atentamente, y que luego se perdieron entre cabezas, peinados y sombreros. Fue un instante fugaz, un parpadeo, pero supuso el tiempo suficiente para que la joven señorita sintiese la necesidad de contemplar aquella mirada de nuevo, y la buscase disimuladamente entre los congregados.
Y así surgió el amor. Las miradas se encontrarían de nuevo, se estudiarían, se desnudarían, antes de que Ernesto Arana, un apuesto joven con fama de seductor y de buena familia, reuniese el valor para acercarse a ella y le pidiese un baile y, ambos, se dejasen seducir por los acordes de la música y trazasen espirales invisibles mientras bailaban perdidos en un abismo, entregados el uno al otro.
Se trató, sin embargo, de un amor efímero que cambió drásticamente la vida de Clara, que tuvo que dejar de lado, de la noche a la mañana, sus juegos de niña, sus muñecas y sus mundos de fantasía para entregarse a su futuro esposo en condición de mujer madura y con responsabilidades. Al año se celebró la boda con el beneplácito y la abierta alegría de las dos familias, y la generosidad de su padre permitió que el nuevo matrimonio hiciese del palacio de veraneo de la familia Del Río, su propio hogar. Allí se consolido el amor entre ambos, al principio de exigencias apremiantes: de caricias, de besos, de noches en vilo, de pasión. Estaban enamorados.
El amor, no obstante, acabó por diluirse con los años, cuando las ambiciones de Ernesto, su éxito en los negocios y su ascenso triunfal en el Partido Conservador, dejaron caer definitivamente un velo entre ambos que se espesaba a medida que trascurría el tiempo, y Clara vio cómo su marido endurecía sus modales, paseaba absorto por la casa sin reparar en ella, se encerraba en su despacho largas horas, y en las comidas y cenas apenas asentía con desgana a sus comentarios.
Fue así como Clara tuvo que aprender a vivir sola, sin una palabra bonita, sin una muestra de cariño, sin una caricia, ni una mirada atenta, sin un gesto amable, masticando el frío de su soledad con el vago recuerdo de aquel hombre que, una vez asumido que no podrían concebir jamás a un hijo con su apellido, cargó en el silencio una tormenta de reproches no dichos y aumentó su frialdad; frialdad que con el tiempo se convertiría en despotismo.
Clara sufría temporadas melancólicas, y pasaba las tardes contemplando la villa desde la terraza, absorta en vagos recuerdos y en vanas esperanzas, hasta que el sol se ocultaba en el horizonte dejando una estela rosa que bañaba la ciudad y las aguas del río. Se hizo una mujer madura, de mirada apagada, cuya única ilusión era la de tener un hijo, un hijito al que criar y dar el amor de madre que necesitaba dar, sin tener a quién.
Un día Ernesto la pegó, cosa que jamás había hecho. Había sido humillado públicamente por su contrario político, quien mencionó su fama en ciertos barrios de dudosa reputación, y regresó a casa dando bastonazos a los muebles y culpando a Clara de todos sus males. Durante la cena le enfureció el silencio de su esposa, y terminó por estrellar la vajilla contra el suelo y golpear a Clara con la mano abierta. Avergonzado y humillado por segunda vez, se disculpó entre sollozos primero y, sin saber qué hacer, terminó forzándola en el mismo suelo del comedor.
En adelante Clara se cerraría en su mutismo, en un silencio declarado, y Ernesto la evitaría con cualquier pretexto, durmiendo en otra habitación y volcándose en su carrera política como número uno del Partido Conservador. Los tiempos revueltos, con el auge del socialismo y las reivindicaciones de los obreros, resultaron ser una oportunidad para su ascenso en un partido que necesitaba relevos generacionales, y así consiguió olvidarse de Clara y de su propia vergüenza; aunque con el paso de los años arraigó la costumbre de visitar su cama algunas noches, y yacer sobre su esposa sin contemplaciones mientras Clara se dejaba hacer con las faldas levantadas y los ojos nublados por las lágrimas.
La primavera llegó y Clara experimentó la sensación de vértigo en el estómago, y la tierra temblar bajo sus pies cuando cierto atardecer, al resbalarse sobre la hierba mojada, unos brazos la rescataron del suelo con ternura, una sonrisa y unas palabras amables la sentaron en un banco, y unas manos retiraron con suavidad las hojas de su pelo. Sintió escalofríos al experimentar sensaciones que creía muertas ante aquel jardinero que su marido había contratado la semana anterior, en el que apenas había reparado y que ahora atendía sus rasguños y la hacía sentir mimada y querida como en los tiempos felices. Se estremeció con el tacto de su piel, con su olor a hierba cortada. Aquella primavera Clara recuperó su sonrisa, y el brillo alegre y espontáneo de su mirada.
* * *
Clara recuperó la vitalidad y el color rojo de sus mejillas. Pasaba muchos días en el jardín, aprendiendo las artes que le enseñaba el jardinero -en ausencia de su marido- o plantando rosales y esquejes de árboles, podando, removiendo las tierras, y haciendo otras tantas actividades que la mantenían ocupada. Cuando sabía que Ernesto se marchaba de la ciudad por asunto de negocios invitaba a Julián, que así se llamaba, a tomar limonada en la terraza para ver juntos el atardecer y charlar de plantas. Clara se contentaba con su compañía: compartían silencios, reían, se miraban.
Pasó la primavera, y ante las inminentes elecciones para la alcaldía de la villa, que mantuvieron a Ernesto muy ocupado, sus encuentros se hicieron más frecuentes, y Clara se sorprendió pensando día y noche en aquellos ojos oscuros y profundos y en su piel bronceada por el sol, anhelando su compañía, temblando al escuchar su voz. Se convirtieron en amantes una tarde huracanada, cuando la lluvia mojaba de costado y la terraza quedó inundada. Entraron al interior con las ropas caladas y encendieron la chimenea. Entonces no hubo palabras. Se fundieron en abrazos jadeantes y besos mojados, se desnudaron e hicieron el amor hasta que el amanecer irrumpió a través de las ventanas iluminando los dos cuerpos cálidos y entrelazados. Clara descubrió el verdadero amor y Julián terminaría muerto en los calabozos de la villa dos días después.
Las elecciones, controladas por los patronos, los industriales, los terratenientes y la aristocracia de sangre, dieron la victoria al candidato conservador, Ernesto Arana, pero las revueltas populares no se hicieron esperar, y pronto estallaron columnas de humo que se perdían en el horizonte, y que Clara contemplaba preocupada desde su terraza, pues Julián había mencionado en contadas ocasiones -y sólo cuando se fortaleció la confianza entre ambos- las condiciones de los trabajadores, la injusticia social, la ausencia de derechos… Pero Clara se hallaba muy lejos de todo aquello y jamás se le ocurrió pensar que Julián era un famoso anarquista que tramaba el asesinato de Ernesto, como luego se supo a través de los medios, y que ahora se hallaba encabezando la revuelta, proclamando la revolución y la justicia social en la villa humeante.
La represión no se hizo esperar, y el mismo día que se acallaron las protestas Clara escuchó como Ernesto se dirigía a oficiales que entraban y salían del palacio bramando órdenes de castigo, de reestablecimiento del orden, de venganza, y sólo le quedó esperar en vilo -día tras día- a que Julián apareciese con su sonrisa para dedicarse al jardín como si nada hubiera pasado. Los titulares de los periódicos anunciaron, una semana después, la noticia de un pistolero anarquista, antiguo jardinero del alcalde, muerto en las calles durante la revuelta, cuyo verdadero nombre era Alejandro, y no el Julián que ella tantas veces había evocado.
Una noche sin luna y sin estrellas, poco tiempo después de la desaparición de Julián, Clara escuchó los pasos de su marido acercarse hacia su cuarto. Una vez más Ernesto retiró las mantas y levantó sus faldas en silencio, sin sospechar que la mujer que la recibía tumbada en la oscuridad ocultaba un punzón en los pliegues de su falda que se hundía en el vientre lentamente a cada envestida suya. Clara murió despacio, sin una palabra, sin un gemido, y su último aliento expiró junto con el éxtasis de Ernesto, que sólo entonces palpó las telas húmedas, y el rostro lívido de su mujer. Pero ya era demasiado tarde para Clara; llegó la oscuridad, y con ella, una lágrima resbalando por su mejilla.
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Frase de Gema: "Llegó la oscuridad, y con ella una lágrima resbalando por su mejilla"
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Dentro del palacio, concretamente en el salón principal, se celebraba el decimoquinto cumpleaños de Clara Del Río, la única hija de la familia, que ya se había hecho toda una mujercita, allí plantada, con un corsé que hacía generosas sus formas, y un vestido terminado en campana, tan de moda en la época, haciendo reverencias y saludando cortésmente a los invitados, que en ese momento charlaban, fumaban, o bailaban al son de la alegre música.
Entonces ocurrió lo inesperado: de entre las gentes Clara captó unos ojos verdes que la miraban atentamente, y que luego se perdieron entre cabezas, peinados y sombreros. Fue un instante fugaz, un parpadeo, pero supuso el tiempo suficiente para que la joven señorita sintiese la necesidad de contemplar aquella mirada de nuevo, y la buscase disimuladamente entre los congregados.
Y así surgió el amor. Las miradas se encontrarían de nuevo, se estudiarían, se desnudarían, antes de que Ernesto Arana, un apuesto joven con fama de seductor y de buena familia, reuniese el valor para acercarse a ella y le pidiese un baile y, ambos, se dejasen seducir por los acordes de la música y trazasen espirales invisibles mientras bailaban perdidos en un abismo, entregados el uno al otro.
Se trató, sin embargo, de un amor efímero que cambió drásticamente la vida de Clara, que tuvo que dejar de lado, de la noche a la mañana, sus juegos de niña, sus muñecas y sus mundos de fantasía para entregarse a su futuro esposo en condición de mujer madura y con responsabilidades. Al año se celebró la boda con el beneplácito y la abierta alegría de las dos familias, y la generosidad de su padre permitió que el nuevo matrimonio hiciese del palacio de veraneo de la familia Del Río, su propio hogar. Allí se consolido el amor entre ambos, al principio de exigencias apremiantes: de caricias, de besos, de noches en vilo, de pasión. Estaban enamorados.
El amor, no obstante, acabó por diluirse con los años, cuando las ambiciones de Ernesto, su éxito en los negocios y su ascenso triunfal en el Partido Conservador, dejaron caer definitivamente un velo entre ambos que se espesaba a medida que trascurría el tiempo, y Clara vio cómo su marido endurecía sus modales, paseaba absorto por la casa sin reparar en ella, se encerraba en su despacho largas horas, y en las comidas y cenas apenas asentía con desgana a sus comentarios.
Fue así como Clara tuvo que aprender a vivir sola, sin una palabra bonita, sin una muestra de cariño, sin una caricia, ni una mirada atenta, sin un gesto amable, masticando el frío de su soledad con el vago recuerdo de aquel hombre que, una vez asumido que no podrían concebir jamás a un hijo con su apellido, cargó en el silencio una tormenta de reproches no dichos y aumentó su frialdad; frialdad que con el tiempo se convertiría en despotismo.
Clara sufría temporadas melancólicas, y pasaba las tardes contemplando la villa desde la terraza, absorta en vagos recuerdos y en vanas esperanzas, hasta que el sol se ocultaba en el horizonte dejando una estela rosa que bañaba la ciudad y las aguas del río. Se hizo una mujer madura, de mirada apagada, cuya única ilusión era la de tener un hijo, un hijito al que criar y dar el amor de madre que necesitaba dar, sin tener a quién.
Un día Ernesto la pegó, cosa que jamás había hecho. Había sido humillado públicamente por su contrario político, quien mencionó su fama en ciertos barrios de dudosa reputación, y regresó a casa dando bastonazos a los muebles y culpando a Clara de todos sus males. Durante la cena le enfureció el silencio de su esposa, y terminó por estrellar la vajilla contra el suelo y golpear a Clara con la mano abierta. Avergonzado y humillado por segunda vez, se disculpó entre sollozos primero y, sin saber qué hacer, terminó forzándola en el mismo suelo del comedor.
En adelante Clara se cerraría en su mutismo, en un silencio declarado, y Ernesto la evitaría con cualquier pretexto, durmiendo en otra habitación y volcándose en su carrera política como número uno del Partido Conservador. Los tiempos revueltos, con el auge del socialismo y las reivindicaciones de los obreros, resultaron ser una oportunidad para su ascenso en un partido que necesitaba relevos generacionales, y así consiguió olvidarse de Clara y de su propia vergüenza; aunque con el paso de los años arraigó la costumbre de visitar su cama algunas noches, y yacer sobre su esposa sin contemplaciones mientras Clara se dejaba hacer con las faldas levantadas y los ojos nublados por las lágrimas.
La primavera llegó y Clara experimentó la sensación de vértigo en el estómago, y la tierra temblar bajo sus pies cuando cierto atardecer, al resbalarse sobre la hierba mojada, unos brazos la rescataron del suelo con ternura, una sonrisa y unas palabras amables la sentaron en un banco, y unas manos retiraron con suavidad las hojas de su pelo. Sintió escalofríos al experimentar sensaciones que creía muertas ante aquel jardinero que su marido había contratado la semana anterior, en el que apenas había reparado y que ahora atendía sus rasguños y la hacía sentir mimada y querida como en los tiempos felices. Se estremeció con el tacto de su piel, con su olor a hierba cortada. Aquella primavera Clara recuperó su sonrisa, y el brillo alegre y espontáneo de su mirada.
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Clara recuperó la vitalidad y el color rojo de sus mejillas. Pasaba muchos días en el jardín, aprendiendo las artes que le enseñaba el jardinero -en ausencia de su marido- o plantando rosales y esquejes de árboles, podando, removiendo las tierras, y haciendo otras tantas actividades que la mantenían ocupada. Cuando sabía que Ernesto se marchaba de la ciudad por asunto de negocios invitaba a Julián, que así se llamaba, a tomar limonada en la terraza para ver juntos el atardecer y charlar de plantas. Clara se contentaba con su compañía: compartían silencios, reían, se miraban.
Pasó la primavera, y ante las inminentes elecciones para la alcaldía de la villa, que mantuvieron a Ernesto muy ocupado, sus encuentros se hicieron más frecuentes, y Clara se sorprendió pensando día y noche en aquellos ojos oscuros y profundos y en su piel bronceada por el sol, anhelando su compañía, temblando al escuchar su voz. Se convirtieron en amantes una tarde huracanada, cuando la lluvia mojaba de costado y la terraza quedó inundada. Entraron al interior con las ropas caladas y encendieron la chimenea. Entonces no hubo palabras. Se fundieron en abrazos jadeantes y besos mojados, se desnudaron e hicieron el amor hasta que el amanecer irrumpió a través de las ventanas iluminando los dos cuerpos cálidos y entrelazados. Clara descubrió el verdadero amor y Julián terminaría muerto en los calabozos de la villa dos días después.
Las elecciones, controladas por los patronos, los industriales, los terratenientes y la aristocracia de sangre, dieron la victoria al candidato conservador, Ernesto Arana, pero las revueltas populares no se hicieron esperar, y pronto estallaron columnas de humo que se perdían en el horizonte, y que Clara contemplaba preocupada desde su terraza, pues Julián había mencionado en contadas ocasiones -y sólo cuando se fortaleció la confianza entre ambos- las condiciones de los trabajadores, la injusticia social, la ausencia de derechos… Pero Clara se hallaba muy lejos de todo aquello y jamás se le ocurrió pensar que Julián era un famoso anarquista que tramaba el asesinato de Ernesto, como luego se supo a través de los medios, y que ahora se hallaba encabezando la revuelta, proclamando la revolución y la justicia social en la villa humeante.
La represión no se hizo esperar, y el mismo día que se acallaron las protestas Clara escuchó como Ernesto se dirigía a oficiales que entraban y salían del palacio bramando órdenes de castigo, de reestablecimiento del orden, de venganza, y sólo le quedó esperar en vilo -día tras día- a que Julián apareciese con su sonrisa para dedicarse al jardín como si nada hubiera pasado. Los titulares de los periódicos anunciaron, una semana después, la noticia de un pistolero anarquista, antiguo jardinero del alcalde, muerto en las calles durante la revuelta, cuyo verdadero nombre era Alejandro, y no el Julián que ella tantas veces había evocado.
Una noche sin luna y sin estrellas, poco tiempo después de la desaparición de Julián, Clara escuchó los pasos de su marido acercarse hacia su cuarto. Una vez más Ernesto retiró las mantas y levantó sus faldas en silencio, sin sospechar que la mujer que la recibía tumbada en la oscuridad ocultaba un punzón en los pliegues de su falda que se hundía en el vientre lentamente a cada envestida suya. Clara murió despacio, sin una palabra, sin un gemido, y su último aliento expiró junto con el éxtasis de Ernesto, que sólo entonces palpó las telas húmedas, y el rostro lívido de su mujer. Pero ya era demasiado tarde para Clara; llegó la oscuridad, y con ella, una lágrima resbalando por su mejilla.
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Frase de Gema: "Llegó la oscuridad, y con ella una lágrima resbalando por su mejilla"
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