lunes, 24 de noviembre de 2008

Retrato de YO. Tercera parte.

No se me ocurre por dónde empezar. Lo dejé a medias. El relato, digo. El relato en el que cuento mi breve vida y mis breves reflexiones. Para quien no lo haya leído, simplemente comentarle que esta es la tercera parta de este diario público, que todavía no sé por qué escribo, ni cuál es la causa que me impulsó a escribirlo.

Resumidamente, los dos anteriores capítulos trataban sobre cómo me aburría el bachiller y cómo me angustiaba el simple hecho de considerar que iban a transferirme de bachiller a la universidad; por aquel tiempo me veía como deslizándome tumbado y pasivo por una cinta industrial mientras la vida me ponía complementos con brazos metálicos y me pintaba con pistolas en un largo proceso que tenía por objeto dejarme reluciente, y Licenciado. Así que me levanté, apagué la máquina, y de sujeto paciente pasé a ser pintor: pintor de mi propia vida. O esa era mi ficción, mi ilusión.

Si repito la idea es solo porque se me ha ocurrido lo de la cinta del proceso industrial, y me parece que resume bien los dos anteriores capítulos. En realidad, detrás de todas estas palabras se esconde una acción bastante sencilla. Simplemente me fui a Escocia una temporada, e interrumpí un año el proceso que me llevaba al mercado laboral, para concentrar todas mis energías en vivir y descubrir quién era yo en otras circunstancias, en otro contexto. El hecho en sí es una tontería. Me encantaría vivir aventuras (y peligros) al estilo Indiana Jones, pero las aventuras no vienen a mi vida, así que yo las creo y moldeo con total impunidad -y encima me las creo- haciendo del más insignificante hecho, un motivo para seguir soñando sin perder los pies en la tierra. Y lo cierto es que me gustaría enlatar este pequeño arte y exportarlo a gran escala, pero sin ánimo de lucro.

Así que ya veis que mentía. Acabo de llegar a la conclusión mientras escribo estas palabras. Dije que no sé cuál es el motivo que me impulsó a escribir lo que estoy escribiendo, cuando lo cierto es que recuerdo el momento exacto en que sentí la necesidad de gritar lo que en su momento no grité y me guardé dentro, aún a riesgo de quemarme. Lo acabo de recordar.

Ocurrió una tarde de verano mientras conducía. En el asiento del copiloto se encontraba un buen amigo mío. Yo acaba de regresar de un viaje que hice por Italia (siguiendo a un festival de cine itinerante, improvisando dónde dormir, y con un billete de interrail trucado, surcando Sicilia). Antes había participado en un campo de trabajo cerca de Nápoles donde, en fin, tuve mil y un experiencias que no vienen al caso, y que todo el mundo que ha participado en un voluntariado en un campo de trabajo conoce perfectamente. Pues bien, yo me encontraba al volver en un estado “hipersensible”, embriagado de recuerdos, de situaciones, de personas que quedaron atrás en el curso de la vida no sin antes dejarme una huella en el alma. Ese ambiente de nostalgia que pesa en el viajero que retorna casa, quien ve todo extraño, perdido en sus recuerdos, enfrentado en sus sentimientos, alegre y triste por volver, curioso por los olores familiares que antes no olía, por la humedad del ambiente que antes no sentía, por todas las cosas que forman parte de su vida cotidiana, que siempre están ahí, pero que solo ahora descubre, cuando deja de viajar fuera para empezar a viajar en casa, hasta que el tiempo, la cotidianeidad y la rutina vuelven a apaciguar la alerta de sus sentidos y la curiosidad del viajero retornado.

Así me encontraba yo en mi retorno, como un animal herido de nostalgia, latiendo alerta mis sentidos en una tormenta de sentimientos, cuando pasé a buscar con el coche de mi madre a un amigo a quien no veía en todo el verano; verano que yo había estado fuera, y él, dentro. Me preguntó que qué tal por mis viajes, y entonces me di cuenta que no podía responder más allá de un “muy bien”, un “genial”, “una aventura increíble”. Es cierto que por aquel entonces yo era conductor novel –y lo sigo siendo, lo reconozco- y que llevaba más de mes y medio sin coger el coche, y que no podía hilar mis pensamientos a la par que trataba de conducir. Pero no era eso. Lo que yo sentía no se podía expresar con palabras. A todos nos ha pasado más de una vez: el vehículo difusor de ideas y sentimientos –el lenguaje- se queda corto cuando quieres expresar ciertas sensaciones más allá de los sucesos. Supongo que ahí reside el origen de los poetas y de la poesía, de la frustración que se siente cuando uno sabe que no puede ser entendido porque no sabe hacerse entender, o porque simplemente no hay medios para hacerse entender (partiendo de la premisa de que ese uno siente la necesidad de expresarse). Es ahí también cuando entra la complicidad, ausente de símbolos y cargada de miradas y actos, y supongo que es por eso por lo que surge la amistad y el amor. Que le entiendan a uno no por lo que dice, sino por quien es. La poesía sería el Ser, y el lenguaje simplemente un código de lo que dice ese Ser, de manera que la poesía -que es necesidad de expresarse, que son sentimientos cincelados en palabras- es el origen del lenguaje, y no al revés.

Volviendo al coche y a mí amigo, recuerdo que antes de responder y enumerar tantísimos sucesos y experiencias que me habían sucedido, me anticipe y le pedí que me contase antes qué había hecho él en verano. Me respondió que nada, “salir de jaias y luego estar por aquí sin hacer nada”. “¿Pero no has hecho nada, no has ido a algún sitio, no has hecho por lo menos algún cursillo de primeros auxilios o de vigilante de la playa o algo? La respuesta era no.
Comprendí en aquel instante que no podría haber comunicación posible, de nada serviría que le contase cosas del viaje, porque para él todo eso no significaría nada más que anécdotas curiosas, porque él no podría contrastar mi experiencia con vivencias propias y semejantes que hiciesen que más allá del relato de lo sucedido, hubiese complicidad entre lo dicho por mí y lo entendido por él. Yo era un emisor incomprendido que se dirigía –manos al volante- a un público que no hablaba mi mismo idioma. Recuerdo que me enfadé, como un niño, y sentí impotencia y rabia y pena, y comprendí en toda su dimensión –y así se lo dije- que en una semana de vida se puede vivir más que en toda una vida, que no entendía por qué no había hecho nada, teniendo los recursos para hacer algo, lo que fuere.

Sin embargo, no seguí con la reprimenda, no tenía sentido, no había motivos. Lo único que podría hacer era persuadirle para que en el futuro hiciese cualquier viaje, para que cambiase de contexto, de escenario de vida, para despertar del letargo de una vida vivida en la monotonía del compás que se sucede salpicado por la inercia de las mismas notas, de los mismos colores.

Eso era lo que yo pensaba, lo que yo pienso. Esa era mi verdad, y a veces las verdades pesan entre iguales. Mi vocación nunca fue de sacerdote que guía al rebaño, de pastor de la Moral, o de Dios que ilumina a los pobres mortales (cosas enemigas de la subjetividad humana), pero lo que el tiempo me ha revelado es que la sabiduría puede venir de cualquier dirección, y si bien es cierto que el tiempo es experiencia, y que la experiencia contribuye mucho a la sabiduría, en más de una ocasión –y de hecho, muy habitualmente- me he encontrado con señores que, en su rol, enseñan cuando lo que tendrían que hacer es aprender; y para aprender hay que tener la predisposición a aprender, libre de prejuicios y jerarquías, y sobre todo, estar alerta como depredador de la verdad, porque las enseñanzas pueden venir en cualquier momento, pueden venir incluso del enemigo. Para mí la sabiduría no es inteligencia, ni mucho menos, es simplemente saber ser feliz, valorar la vida (y para esto sí hay que ser inteligente). Este es un apunte importante en el mundo de las transvaloraciones, en el Imperio de la Razón, donde el científico de bata blanca siempre será el más inteligente, aunque luego no sepa hacer amigos, comportarse en su primera cita, o freír un huevo. Todo depende de qué entienda cada uno por inteligencia.

En aquel coche –el de mi madre-, con aquel amigo, en ese momento concreto, tratando ese asunto concreto, yo, que había aprendido algo concreto de la vida y de las diferentes personas que conocí en aquel viaje concreto, era el sabio y el resabiado, y sin embargo, no dije todo lo que sentía que tenía que decir y digo ahora, por dos motivos: uno, porque no se me iba a entender en la dimensión que yo quería que se me entendiese, y también porque entre amigos, entre iguales, a veces no se permite la lectura en voz alta de verdades, y este es un motivo que causa sensación de soledad en la pecera de la contemporaneidad, de los jóvenes que se fingen rodeados de multitudes, ya sea en la vida real o en el Tuenti, pero que se saben solos, o igual de acompañados que siempre, en la marea que se debate entre lo personal e intimo de sus pensamientos, de su ser y su esencia, y su presentación de cara al público, donde a uno le etiquetan enseguida y donde uno solo es libre en función de lo que le importe el título de la etiqueta que escriban las personas que no son importantes –que son todas excepto las cercanas, las que traspasan la superficie y te conocen de verdad-. En ese sentido, siempre he sentido simpatía por aquellas personas cuya voluntad de caer bien a todos es virtualmente cero, seguramente porque las veo más libres, más naturales, más sabias –en ése sentido-.

Pero, sobre todo –refiriéndome al segundo motivo- si no seguí expresando mi enfado es porque no podía. Su intervención había agotado todas mis fuerzas y, ante tanto que decir y lo complicado de decirlo, me vi abrumado y no dije nada. Y he aquí el resultado: la síntesis de lo que en su momento no dije, el sentido de éste escrito.

A pesar de todo, considero que tenía que haber dicho más, porque la amistad también es responsabilidad. Sin ella, sin la amistad, solo somos compañeros: compañeros de juergas, compañeros de clase...; es decir, personas con las que haces algo o con las que compartes algo, y nada más.

La amistad también es peligrosa, porque si de mi dependiese, ese amigo habría sido inmediatamente deportado de una patada y con lo justo para vivir, a cualquier lugar del mundo una temporada, a vivir experiencias y a dejar de dudar de sus capacidades por haber estado siempre en el nido; porque la supervivencia es el común denominador de la especie humana, y a veces es bueno despertarla un poco (hablando, en nuestro caso, de los hijos de la clase media occidental; que la mayoría del planeta no tiene tiempo para vivir, por estar concentrados en sobrevivir). ¿Para qué despertarla? Para saber que tú también lo tienes. Para sorprenderte de lo lejos que puedes llegar. Para sentirte vivo.


Y lo dejó ahí que esto empieza a parecer un anuncio.

Josu Ansoleaga.

Explicaré lo del jefe de cocina en el siguiente capítulo….si me acuerdo