lunes, 27 de abril de 2009

El amanecer de la conciencia

"Las palabras llegaron, como si tal cosa, cuando dejó de buscarlas."

Abatido por una ola, Karl quedó tendido en la orilla entre remolinos de espuma y torbellinos de arena; y así se quedó, tumbado al sol boca arriba mientras el agua recorría su piel y salpicaba su rostro deslizándose en retirada a las fauces del mar.


Y sintió, fugazmente, la leve brisa del aire y el calor del sol sobre su cuerpo vencido en la arena. Y esperó a morir. Repentinamente feliz y reconfortado, dibujó una sonrisa, se le dispararon las emociones y le abandonaron sus energías, y vació el aire de los pulmones aguardando ser desbordado por una nueva ola para contemplar, sumergido y arropado, el cielo azul y los rayos del sol bailando en la superficie del agua ondulada por el viento, antes de cerrar los ojos y respirar el mar.

Ocurrió como esperaba: lo abrazó una ola enorme zarandeándole violentamente, pero apenas sí se dio cuenta, y miró asombrado al agua turbia deshacerse con la espuma hasta volverse claridad, y admiró el brillo del sol danzando sobre las crestas del oleaje roto primero, y luego tranquilo y transparente al cielo, brillante y sereno en un concierto de mil reflejos de paz.

“Que hermoso morir con éste espectáculo de vida”, pensó Karl, y se quedó contemplando la belleza, sintiendo la armonía que le bailaba dentro y le recorría el cuerpo acariciándole hasta las manos y los dedos de los pies. Era reconfortante, era un sentimiento de paz y armonía, era la hermosa tragedia del último instante de vida suspendido en la eternidad del tiempo antes de confundirse los sentidos, perderse la conciencia, cerrar los ojos y apagarse el alma.

Cerró los ojos y sonrió a la vida, y lentamente fue meciéndose en una suave letanía que lo llevaba lejos, muy lejos. “Así que es dulce morir. Ahora lo sé”, pensó, y se sintió pequeño y frágil, y quiso que le abrazasen y se sintió abrazado, y quiso que lo arropasen y se sintió arropado, y quiso llorar de felicidad y lloró.
………

Sintió las lágrimas deslizándose por el rostro. Las sintió húmedas. Cálidas. Se le ocurrió abrir los ojos para verlo, pero todo era demasiado bello. Sin embargo, se le había colado la curiosidad en la belleza, y se preguntó, con inquietud, por qué su rostro sentía o seguía sintiendo. Pero no podía.

Entonces, las palabras llegaron, como si tal cosa, cuando dejó de buscarlas.

“Vive Karl, vive, quiero ver más sonrisas y nuevos amaneceres. Quiero ver el sol y el cielo a través del mar. Te necesito para amar la vida todo lo que no la amé, para estremecerme con cada instante, para sentir a cada persona y mirarme en cada mirada. Vive que quiero la vida ahora que he visto que la muerte es dulce y que no hay por qué temerla, y haremos de cada día una aventura, algo extraordinario e intenso. Vive, ahora que sabemos que el hoy es el único ahora que hace la memoria del ayer, y ama y deja entrar el amor en tu vida olvidando los caminos seguros sin temor a sufrir y sin miedo al miedo, ahora que sabes que cuando te vas sólo queda el último instante del último aliento columpiado sobre el último recuerdo, que puede ser del ayer o de cuando naciste. Vive para mí y te prometo que cada día será un monumento para la memoria, y así, dentro de mucho, cuando te duermas bajo el mar, te sabrás satisfecho de haber sido un hombre excepcional. Una auténtica leyenda para ti y para quienes se crucen en tu vida. Vive Karl, vive para ser excepcional”

Karl abrió los ojos y regresó a la vida, vomitó agua y le nació una fuerza salvaje para aferrar la arena en sus puños. Entonces comprendió, y abrió la boca para que le saciase la sed una tormenta tropical; porque descubrió que mojaba del cielo un chaparrón vertido desde un remolino de nubes, y miró al mar, que cabalgaba encrespado y violento, pero replegándose, reculando al horizonte; y se sintió seguro, tuvo fuerzas para sonreír, y se durmió bajo un coro melodioso y relajante de lluvia repiqueteando en sus párpados desde el firmamento encapotado. Y aún tuvo fuerzas de sonreír en sueños y se le erizó la piel, porque la vida se le antojaba estremecedoramente hermosa.

fin


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Frase original de El Señor de las Historias. "Las palabras llegaron, como si tal cosa, cuando dejó de buscarlas."


jueves, 16 de abril de 2009

retrato de yo, retrato de 10

Días para la memoria

No sé si es el tiempo de primavera ni si os ha pasado, pero hay días que me levanto con una sensibilidad diferente hacia las cosas, y desde el amanecer que me despierta (dejo la persiana subida) me descubro más susceptible a los colores, a los olores; siento el peso del aire y su dirección, rubores en las mejillas, vértigos en el estómago, latidos alborotados en mi corazón; y vivo atento a todo como una esponja, empapándome de lo que me rodea.

No, no estoy enamorado. Es, más bien, como cuando ves una película o escuchas una canción o haces algo que te emociona y la piel se eriza y te estremeces. Pues así, en ése estado de gracia, como un animalito herido de sensibilidad y nostalgia, amanecí dos mañanas de extraña alegría, y me duró la cosa toda la jornada.

Eran mañanas de un sol temprano, robado al verano, que crecía y se desparramaba entre las sombras, todavía frías, de una ciudad vestida de colores dorados y temperaturas agradables. También eran días de universidad, y allí marchaba más vulnerable que otras veces, con la sangre caliente y la alegría fácil, casi asustado por la trascendencia y solemnidad de cada paso, de cada gesto, de la belleza de cada instante; como si de repente toda la vida implosionase en una tormenta de fiebres salvajes y se desbordase en una sola nota de una canción perpetua, alcanzando al corazón desnudo.

No encuentro palabras para describirlo. Supongo que se trata de la embriaguez de la felicidad. No de la felicidad de los amores de los enamorados, sino la felicidad de los solitarios reconciliados en su soledad. La felicidad que te embiste sin tiempo a que te pertreches, y que te derriba muerto de risa para que te levantes con la curiosidad renacida que la monotonía mata, con la emoción rescatada que los días iguales marchitan, y con la ilusión por la vida que la rutina ahoga.

Aquellas dos mañanas fueron para mí como un viaje a lugares lejanos y exóticos, pero sin salir de casa. Si me preguntan diría que es por lo que me gusta viajar, y por lo que parece que nunca hecho raíces, ni con grupos de amistades fijas, ni con hábitos arraigados, ni con parejas estables, ni con lugares favoritos… porque –como alguien me dijo una vez- parece que vivo siempre de paso a otro sitio, en inminente transición a otro lugar, a un nuevo mundo siempre por descubrir.

Y al finalizar las clases, tendido al sol con un libro abierto, soñando en todo y pensando en nada, como un salvaje perdido en una isla de inspiración, me pasó lo que a veces pasa: un golpe de conciencia se abatió sobre mí, y tuve que sacar precipitadamente un papel en blanco para atrapar en tinta la delirante carrera de ideas locas que brotaban descontroladas, peleándose en desbandada y catapultando al viento reflexiones que amenazaban con deshacerse en el aire sin llegar a tocar nunca el papel.


De la escritura


Escribir el día a día, aunque sea muy de vez en cuando, supone una terapia para los sentidos, en tanto que éstos fluyen en cauce de palabras para arrojar hacia el mar abierto –libres- los sentimientos amarrados y -en orden- el caos de ideas solapadas, superpuestas o enfrentadas en la confusión de la conciencia.

Te levantas, desayunas –o no-, y en el nuevo día vives, te asombras, te inquietas, acumulas experiencia, aprendes, respiras, miras, escuchas, y el mundo se pliega a ti y te convierte en eje y sentido de todo lo que rota dentro de tus horizontes. Más allá de ellos solo hay cortinas de humo deslizándose en penumbra, y la vida no hace su representación allí porque no te tiene a ti, espectador, para que la mires, sufras, admires, y…vivas. Tu vida son sombras desparramadas y, proyectadas por tu cuerpo sobre el suelo, te rodean y te cercan o te abrigan. Más acá de su contorno, tu y tu representación del mundo; más allá, nada.

Entonces, condenado a ser protagonista desconocido de tu conciencia, te sientas y decides escribir. Y eso es como empezar a caminar. Te caes y te levantas, y a tientas das los primeros pasos. Durante los primeros pasos, las ideas y los sentimientos se reflejan confusos cuando tu mirada vuelve atrás para mirar lo escrito. Eso no es lo que yo quería escribir, dices. Y hay algo de malestar, a veces la confusión aumenta, o surge la impotencia, porque te descubres incapaz de expresar lo que dentro de ti se enreda y trepa buscando desesperadamente el escape a una tormenta encerrada.

Hay algo que durante el día te emociona: una conversación, una película, un libro, que sé yo, y el corazón toca a tu puerta con latidos insistentes. Te dice que escribas. Te das cuenta, y corres antes de que se te pase, para que las palabras amarren lo que la memoria olvida. Empieza el espectáculo: un abanico de posibilidades se abre ante tu pluma y tu página en blanco: cuando ésta vence a aquella, y en retirada te repliegas, esperando otro día; cuando comienzas con una frase, borras –o tachas-, y vuelves a comenzar, y luego añades, quitas y pones, y al final el resultado está tan alejado de tu idea primigenia que huyes porque no te queda otra que aceptar tu derrota; o cuando, por fin, de las derrotas pasadas resurge tu experiencia, y de la constancia y la insistencia, del empeño de querer decir lo que quieres decir –y no otra cosa- descubres, sorprendido, que un buen día el papel cede al pulso, que las ideas se tienden y avanzan sobre el blanco, encadenadas con cierta armonía, unidos sus eslabones palabra tras palabra, sin interrupciones y con un ritmo nuevo, espontáneo y alegre, que se derrama sobre el papel al compás del alma; porque descubres que ya no son las manos las que escriben. Escribes con el alma.

Son los breves momentos de dominio de la existencia, y el mundo no rota porque espera a que termines. Yo, animal orgulloso, soberano e inmortal. Y luego de vuelta a la vida, con todo lo que eso lleva.


La idea y el olvido

Me ocurre, y muy contadas veces, que la inspiración momentánea, la bombilla que se enciende, me arrastra y me domina por completo y me dice que o aquí y ahora – ¡ya, rápido!-, o que la voy a olvidar por completo. La mayoría de las veces, me guardo la idea y la pospongo para otro día –e, invariablemente, la acabo olvidando-, pero cuando esto no pasa, y una idea se materializa súbitamente como reveladora y urgente, me lanzo desbocado a encontrar un soporte sobre el que fijar mis fiebres de lucidez. El resultado suele consistir en cuatro renglones torcidos, escritos a toda prisa –y muchas veces ininteligibles- desprovistos de toda coherencia: completamente absurdos. Entonces alzo el papel y miro extrañado el sinsentido plasmado de lo que pretendía ser el más sublime de los proyectos, y no puedo hacer menos que reírme y enmarcar la solemne chorrada de lo que, lamentablemente, ya olvidé. Eso me pasó en aquel momento, y me recordó lo que un amigo me dijo en su día. Se había despertado súbitamente, iluminado por un sueño increíblemente original, con una idea perfecta para escribir un guión sobre una pareja de enamorados; y me contó que se sentó a escribir, abrió el Word, tecleó “Él y ella se encuentran”, y fin. Nada más. La página en blanco. La mente en blanco. Con la boca abierta, y con aire estúpido.

¿Te vas?

En realidad lo que hoy quería escribir era lo siguiente: no se si os pasa que, en circunstancias excepcionales, cuando uno viaja o hace algo especialmente novedoso, el tiempo se deforma, se contrae o expande como a sacudidas, moldeado por nuestros instintos de depredador susceptible a lo nuevo, quebrando las unidades del tiempo fabricadas para el animal domesticado en horas de sesenta minutos. El tiempo deja de ser tiempo, y los días duran lo que dura tu avidez de lo excepcional: es la noción del tiempo del viajero, del primer día de universidad, de los enamorados, de las emociones a flor de piel; y también el tiempo de las tragedias, de los reveses y las nostalgias frescas, -hasta que, para bien o para mal, recuperas el señorío de lo cotidiano, el trote seguro de las horas y de los días y de los meses y de los años en un lento paseo distraído y fugaz; fugaz porque en el intervalo que vuelves el rostro para mirar atrás, se abre un vacío en el que ya voló una década, y estás en los treinta cuando ayer vivías en los dieciocho. El tiempo, que nos traiciona.


El tiempo, que nos traiciona

Los días duran más cuando eres niño. Tengo ese recuerdo. A partir de los dieciséis, en mi caso, ha sido como despegar a todo correr para echar a volar con todas sus consecuencias: un bidón de combustible, que dura lo que dura la vida si no hay percances que nos la roben. Y siendo ateo por mirar y no ver –y no por moda-, la tragedia es mayor: porque nadie aterriza. Nunca, nadie. Así que solo queda vivir la tragicomedia en todo su esplendor, antes de caer en retorno a la tierra que nos vio nacer.

Así que te aferras al presente, y no quieres soltarlo. Guardé el papel garabateado de ideas confusas, y entonces pensé otra cosa, y sentí vértigo por el abismo de la vida, por todo lo que quería hacer y el poco tiempo que me quedaba, que se escapaba. Primero de carrera; yo, en Primero. Cuando eres pequeño miras a los mayores como seres enormes y sobrenaturales –aunque sean chiquillos de cuarto de la ESO- y en el fondo piensas que tú nunca llegarás a eso, porque está muy lejos. No puedes hacer el ejercicio de imaginarte en ese futuro siempre a la vuelta de la esquina, lejos como el horizonte, que se desplaza contigo, que recula contigo, pero que siempre impone una distancia inabarcable. ¿Cómo seré yo de mayor? Te deshaces en expectativas, como suspendido en un tiempo de estatuas de piedra donde todos conservan su función: el mundo quieto te tiene reservado el eterno papel de niño…Y qué desilusión, cuando en realidad descubres que los años acabarán atropellándose uno tras otro, y que te haces mayor de edad y tampoco es tan especial, y que empiezas la universidad y que somos los mismos adolescentes de siempre… Un buen día, hablando con una señora muy bajita, me di cuenta de que en realidad yo era gigante y que, según mis cálculos, en esos momentos de mi vida yo me habría convertido ya en uno de aquellos armarios que de pequeño veía, allá arriba, rozando el techo. Y tendría apenas trece años.

....continuará