sábado, 18 de diciembre de 2010

Un día cualquiera 7

14:05 Terminas el almuerzo. La verdad, nunca te sueles llenar. Las raciones son más pequeñas que en casa, pero el precio también es más económico. En este caso, un dólar y setenta y cinco centavos. No está nada mal.

Sales a la calle, brillante y polvorienta bajo el sol. Sopla la brisa y las hojas de las palmeras se mecen por encima del tráfico de la avenida. Recuerdas una cafetería que viste desde el autobús: tenía terraza, y la brisa y la luz y la ocasión son buenas para tomar un café y anclarse, de paso, un par de horas en el lugar para leer y escribir. Así que te diriges hacia allá. En el recorrido, se forma un tumulto en la calle, en la acera opuesta a la mía. Se escuchan silbidos, “al ladrón, al ladrón”. Todos acuden a mirar. Desde mi posición, no puedo ver qué ha ocurrido exactamente, pero me quedo un rato mirando la reacción de la gente, que se acerca y silba o grita algo y se arremolina y comenta el acontecimiento con el de al lado.

¿Qué fue?, me pregunta un señor que pasa. Quizá un ladrón, le respondo. ¡Ah!, comenta -un ah alargado y pausado que parece comprenderlo todo-, y se queda junto a mí, mirando tranquilamente (en realidad no vemos nada), como si el tiempo ya no fuese tiempo, y él y yo fuésemos viejos amigos. Solo por ese detalle, lo juro, me quedaría a vivir en este lugar. La gente, que de general suele ir a su rollo -como en toda urbe dinámica y moderna-, conserva, sin embargo, el sabor de otros tiempos, la esencia del ritmo primigenio de los habitantes de los trópicos del mundo. Se juntan, conversan con uno, luego con otro, comentan alguna anécdota –las manos en los bolsillos, alguno con un palillo en la boca, las manos haciendo de visera para protegerse del sol y ver mejor-, y luego, cuando ya pierde interés la cosa –ya sea porque el ladrón es atrapado o se escapa-, se disuelven y siguen su camino.

Ayer, de hecho, asististe a una escena parecida. Los conductores del trolebús (híbrido con ruedas enganchado desde el techo a dos cables que corren paralelos, y que va parándose en andenes ubicados en plataformas donde se paga el peaje) tienen la costumbre de abrir las puertas para que entre y salga la gente –multitud que empuja para entrar y multitud que empuja para salir en una auténtica lucha por la supervivencia- en tiempos absolutamente récords. Apenas se abren las puertas ya anuncia la voz del conductor: “se cierran las puertas, tengan cuidado”, con absoluta independencia de lo que esté sucediendo en dichas puertas, hayan o no entrado o salido los pasajeros, sean ancianos o niños, da igual. Quien más, quien menos, a todos nos ha sucedido alguna vez que no nos ha dado tiempo de bajarnos en nuestra parada. El caso es que estaba en el andén, y las puertas, que son despiadadas, se cerraron atrapando el abrigo de un señor (que se había quedado, literalmente, a las puertas del trolebús. Y enganchado). Una corriente eléctrica sacudió al grupo y todos salieron de su mutismo para ayudar al señor y silbar y dar voces al chofer para que abriese las puertas. Suele ser así: a veces una energía recorre las multitudes y, de pronto, se puede sentir, a raudales, la solidaridad de las personas y la alegría de la comunidad.

Un día cualquiera 6

13:33 Te entra hambre. Por lo general, se come entre las 12.30 y las 14.00, y se cena pronto. A las siete. Un horario bastante británico. Encuentras un local. “Ricos almuerzos”, dice el letrero. Así que nada, entras. Compartes la mesa con un tipo que tiene la gorra calada hasta las cejas. En cierta ocasión, leí un texto de Antropología que decía que en cada cultura los individuos crecen aprendiendo una especie de círculo íntimo y vital donde desenvolverse corporalmente con comodidad. Si se traspasa esa especie de burbuja invisible, el individuo se siente avasallado, incómodo. Y la burbuja se expande o contrae dependiendo del lugar donde uno crece y vive. Cuando llegué a estas latitudes, compartir mesa con uno o varios desconocidos me resultaba algo inquietante. Molesto, me atrevería a decir. Sentía violado el círculo. “Bueno provecho, Gracias”, y te sientas a comer como si el otro no existiese, sin volver a abrir la boca, mirando el pequeño televisor colgado de la pared o a tu cuchara hundirse en la sopa. Luego te acostumbras. Mirando el local de paredes brillantes (¿de grasa?), con la televisión encendida y el ballenato sonando en la radio al mismo tiempo, las gente encogida sobre sus platos (si no agachas la cabeza, la sopa salpica en todas direcciones), súbitamente sientes una gran alegría en el estómago, y te sientes como en casa. Tiene un no sé qué popular, de sencillez, de autenticidad, de comunión con el pueblo. Te sientes uno más, no un extranjero. Me recuerda a un documental que vi sobre la guerra civil española, en la que los anarquistas –o comunistas, no me acuerdo bien- tomaban un hotel lujoso de Madrid, y lo convertían en comedor popular. Se veían mesas largas y campesinos y obreros comiendo en una estancia untuosa, con escalinatas alfombradas, columnas clásicas y fastuosas lámparas de araña colgando de la techumbre. Ahora te sientes un poco así, aunque a diferencia del documental –film en blanco y negro, saturado y granulado, personajes que se mueven en la pantalla con movimientos frenéticos y entrecortados- aquí reina otro ritmo, otro color. Otras sensaciones.

Sopa de choclo (de maíz) con yuca (una especie de tubérculo) y pata de res (un hueso que asoma como un iceberg de la superficie del líquido y que atenta, de paso, contra todas las normas de presentación y buen gusto de un plato), y de segundo seco de pollo (un diminuto muslito de pollo en salsa, unas cuatro hojas de lechuga y un montoncito de arroz blanco que, en realidad, ocupa casi todo el plato). En la mesa siempre hay (y si no lo pides) un cuenquito con ají, una especie de salsa de picante para acompañar los platos, especialmente el arroz, que se sirve así, tal cual, a pelo, y que se come tanto en el almuerzo como en la merienda (es decir, la cena): que se come siempre, vamos, hasta la desesperación y el llanto. Todo ello acompañado de un vaso de jugo. Lo pruebas, lo paladeas. Ni idea. No tienes ni la más remota idea de la fruta o frutas con las que está hecho. Alguna tropical, imagino.

Se suma a la mesa otro comensal, “buen provecho, gracias”, reordenamos los platos para caber todos. Piensas en la teoría del espacio vital (no en el sentido que le daban los nazis). En el sur de Italia, por ejemplo, los hombres se dan dos besos, te hablan bastante cerca y muestran cierta tendencia a tocarte mientras hablan. En Marruecos, por poner otro caso, la homosexualidad es un tabú, pero eso no quita para que los hombres caminen de la mano o entrelazados con los brazos sobre los hombros de su amigo. Son, sencillamente, cariñosos. Los nórdicos y anglosajones en general, se dan la mano y necesitan de un espacio circular más amplio que, a menudo, sienten violado o rebasado por latinos y mediterráneos. En cierta ocasión, tuve la oportunidad de conocer a una alemana. Ella extendió su mano y yo me lancé –quizá con demasiado ímpetu- a darle dos besos. Se envaró rígida hacia atrás, con la mano todavía tiesa y extendida –que me clavo en el estómago-, asustada ante mi insólita e impredecible conducta. A partir de entonces me surgió un conflicto que no pude resolver a la hora de conocer más alemanas: temía asustarlas, y acababa haciendo los saludos más extravagantes.

Eso te ocurre aquí también, piensas. Al menos, cuando aterrizaste, los primeros días. Es costumbre darse un solo beso con las mujeres, creo que en el papo izquierdo. O derecho, en realidad no recuerdo. Al principio mi segundo beso quedaba descolgado en el aire, porque ellas, ya satisfechas del saludo mono-beso, retiraban el rostro, y todavía les quedaba tiempo para contemplar las curiosas maniobras que efectuaba yo con el mío. “Es que allí se dan dos besos”, me limitaba a decir con sonrisa estúpida.

Entre los varones jóvenes, sin embargo, todavía no he solucionado el conflicto. Resulta que es muy común saludarse haciendo el amago del apretón de manos, pero sin llegar a estréchalas, sino deslizando las palmas y dándose un golpecito, puño con puño. No se si me explico. A mí, por supuesto, me horrorizaba esta práctica incomprensible que parecía sacada de una película hollywoodiense sobre pandilleros del Bronx. Paulatinamente, me fui acostumbrando a su saludo mientras ellos se acostumbraban al mío. Me explico, en un principio ellos me tendían la mano, y antes de poder deslizarla sobre mi palma y retirarla, yo les apresaba con la mía (pues ignoraba todo acerca de los saludos del Bronx). Recuerdo que pensaba: qué raro, dan apretones de manos blandos, parecen manos de trapo. Con el tiempo, la costumbre hizo que los que me conocían aprendiesen mi manera, al mismo tiempo que yo intentaba la suya, en un afán por integrarme plenamente a los usos y costumbres del país de acogida, y entonces ocurría exactamente lo contrario. Total, que mis saludos con la gente siguen siendo confusos.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Un día cualquiera 5

13:15 Ves que se acerca un autobús dejando una estela de humo negro. Le haces señales. A diferencia de los buses que siempre has conocido, aquí se detienen y suben y bajan pasajeros en cualquier lugar, en cualquier momento. Las marquesinas deben de ser meramente ornamentales. Por supuesto, el bus no se detiene del todo, solo aminora la marcha, así que toca saltar y agarrarte fuerte a donde sea. Supongo que esto sucede cuando el chofer te ve más o menos joven o cuando intuye que eres ágil. Lo interesante es que no suelen discriminar a nadie: como si se trata de una señora de cien años, da igual, casi nunca llegan a detenerse del todo. Para bajarse, lo mismo. “Siga no más” te dice el señor que cobra el peaje, y entonces entiendes que es el momento y saltas del vehículo en marcha como si se tratase de un avión, y tú, de un paracaidista. Encima no puedes evitar decirle gracias.





A propósito de la figura del cobrador (en realidad no sé cómo se designa su oficio), se trata de un tipo generalmente joven, generalmente varón, que va literalmente colgado de las puertas abiertas del autobús, gritándole a todo el que pase por la calle el destino (que, por lo demás, está escrito en un cartelito en la parte frontal del bus) insistentemente -“a la Marín, a la Marín, a la Marín”-, como si todos los viandantes fuesen sordos o idiotas. Después de hacer esto, todavía le queda tiempo para cobrar a los pasajeros -25 centavos cuesta el viaje-, ya sea recorriendo el pasillo con un equilibrio admirable, entre curvas, vaivenes y frenazos, o saltando y corriendo en la calle para cobrar a los que se bajan por la puerta trasera.

Recuerdo la primera vez que me subí a uno: buscaba como un tonto una maquinita para depositar el dinero o a alguien a quien pagar. Me fijé en un joven que llevaba en una mano, abierta en forma de cuenco, una fila de moneditas ordenadas, y deduje –deduje bien- que era el cobrador. Lueguito, me dijo. Otra novedad: el servicio se paga a posteriori.

De modo que te buscas un asiento -¡hay asientos libres!- y miras un rato la ciudad, otro rato el tráfico, los peatones, los vendedores ambulantes. Las calles son bien interesantes: se puede observar, yendo y viniendo, una mezcolanza de ciudadanos de toda clase y condición. Algunos van de traje -bien engominados con el pelo para atrás ellos, embutidas en tacones altos ellas, parece que vienen de serie con un blackberry en la mano-, otros con ropas deportivas (generalmente los colores predominantes son oscuros), y también están los mendigos, los limpiabotas (¿vestigios coloniales? A mi, la verdad, me daría un poco de vergüenza que alguien se agache a lustrarme los zapatos. Además, no tengo zapatos), señoras indígenas vestidas a la manera tradicional (sombreros clásicos o en forma de hongo, trenzas largas, faldas coloridas, a veces el guagua o niño colgándoles enrollados en su espalda), y vendedores: vendedores ambulantes con puestito o sin puestito, que te venden fruta, calcetines, papas, salchipapas, collares, pulseras, cargadores, y que a veces recorren las filas de coches detenidos en el semáforo vendiendo aguacates, mangos, helados, zumos de coco en bolsitas de plástico, antenas de televisor, películas piratas, pines navideños, pilas, gafas, paraguas, cortaúñas…en fin, las cosas más insospechadas.

Detenido el autobús en el semáforo, te fijas en dos cosas: unos niños de apenas nueve o diez años, despeinados y sucios, hacen malabarismos en el paso peatonal. Uno da volteretas, el otro bebe de una botella y echa llamaradas de fuego por la boca, y el otro se pasea por la fila de carros, de donde asoman por las ventanillas algunos brazos extendidos con algo de calderilla en la mano. Al mismo tiempo, otro niño, vestido de uniforme y sin relación con los del paso peatonal, supongo, se sube al bus para vender caramelos (son habituales los vendedores que se suben de repente en los transportes públicos).

La pobreza es una realidad innegable, ineludible en este lugar del mundo. Solo tienes que salir a la calle y te topas con ella en cada esquina, a cada tramo. Y no se trata de una pobreza homogénea, compartida. Los contrastes son escandalosos. No en vano, Latinoamérica es el continente con mayor desigualdad del mundo, y este país en el que estoy ahora, concretamente, ocupa el segundo lugar de la lista. Lo leí en algún lado. No recuerdo dónde… El semáforo se pone en verde. El bus arranca de nuevo. El niño se baja. Sientes cierto malestar al teorizar acerca de la pobreza, como venías haciendo hasta ahora. Sí, sigo cojeando de la izquierda (metafóricamente hablando), pero ya no me entusiasman las revoluciones ni creo en la pureza de ideales, no, al menos, mientras no acompañe mis palabras con los actos. ¿Lo peor de todo? Sin duda, que te acabas acostumbrando.

Un día cualquiera 4

12:35 Caminas por las calles sin rumbo fijo. Ya has aprendido a mirar el suelo. Nada que ver con las aceras de Bilbao: uniformes, pulcras, incluso acogedoras, me atrevería a decir. En la ciudad de los Andes –avenidas amplias, edificios de dos o tres pisos, semáforos colgando, carteles y rótulos, luces de neón, bóvedas de telaraña caótica (y hermosa, a su manera) de tendido eléctrico, cables desprendidos y balanceantes al alcance de la mano de los niños, arbolitos dispersos y difusos asomando entre los vapores de la contaminación- las veredas (aceras) son secundarias: algo opcional que seguramente se calzó en los planos urbanos en el último momento, a sugerencia del arquitecto o planificador (o como se llame) un poco tonto que hasta entonces no había aportado nada al proyecto, para que el peatón, ese ser insólito y extravagante, se permitiese el lujo, de vez en cuando, de darse paseos a pie en la ciudad-imperio de los vehículos motorizados. Exagero. Exagerar es la costumbre de los que no tienen hábito o talento en la escritura. Por otro lado, lo dicho no vale para el centro histórico o casco colonial, donde sí hay vida más allá del carro.

En definitiva, caminas con los ojos puestos en el suelo y entregado a tus pensamientos. Bajo el compás de tus pies, se suceden baches, grietas, depresiones, boquetes, algún que otro agujero de alcantarilla sin cubrir, reventones provocados por las raíces de los arbolitos, amasijos de hierro incomprensibles sobresaliendo en ángulos imposibles, pequeños pilares de cemento que tienen por misión –esto no lo sabía, y hasta que lo supe pensaba que estaban ahí con el único propósito de joder al caminante- impedir que los carros se suban a las aceras…Exageras de nuevo. Parece que hablas de una ciudad de los Balcanes en plena guerra de los Balcanes. Lo cierto es que, al principio, caminabas con la mirada perdida en las curiosidades y encantos de la ciudad, y no parabas de tropezarte (caer todavía no me he caído). El peor error de tu vida fue (y es, porque lo sigues haciendo) caminar con chancletas: entre otras cosas, una declaración pública para los nativos, de que soy extranjero.

Te gustaría contarle a alguien lo que estás pensando. Retomando el tema de la conversación, piensas que, definitivamente, eres un gran admirador de la conversación. Si te dejasen, podrías pasarte horas sin parar de hablar (y escuchar), además de los temas más aburridos: historia, filosofía, política, literatura, qué sé yo, cosas así. Claro que encontrar a un conversador interesado en estos temas es francamente difícil, y cuando esto sucede, no puedo evitar volcar mis excesos verbales sobre el sujeto en cuestión. También me gusta platicar con las personas extravagantes –a menudo se tilda de extravagante a las cosas o personas verdaderamente interesantes de la vida- y que me cuenten sus aficiones, sus paranoias, sus locuras, etc. Hay personas que ignoran esta faceta de mi personalidad. La de conversador, digo. ¿Por qué? Porque con la mayoría de las personas me cuesta encontrar temas de conversación. La mayoría de las personas se aburren conmigo, y yo me aburro con ellas. A veces es por timidez, otras, sencillamente, por no encontrar nada en común. Recuerdo una ocasión hace un año, en un bar con música de estos típicos del Casco Viejo, a las cinco de la mañana: me encontraba yo gritándole al oído a una chica -aparentemente guapa y todo eso- con una cerveza en la mano, ya harto de la noche, de ella y de todo. Aburrido del cortejo (infructuoso, por cierto), y de la conversación a gritos -ya perdida toda la esperanza-, me dio por hablarle de los presocráticos (que por aquel entonces estaba estudiando). Ni siquiera me interesaba que le interesase lo que le contaba y, a todas luces, a ella no le interesaba ni lo más mínimo. Ella asentía sin escuchar y yo sabía que ella asentía sin escuchar. Puede que también estuviera borracha. Pero me daba igual. Por lo menos, repasaba la lección. No sé cómo pero ella aguantó y me siguió escuchando un rato, y luego cerraron el local y cada uno se fue para su lado. Siempre me ha costado ligar en estos ambientes. Este es un hecho que tengo que aceptar. Además, me quedé afónico.

Un día cualquiera 3

12:00 En la cocina, conversas un rato con la señora, otro rato con la nieta, otro rato con Mariana (te parece feo eso de decir “empleada doméstica”; ayer te diste cuenta, para tú sorpresa, de que no sabías mencionar su oficio. Estabas contándole a alguien una anécdota ocurrida en casa, y de repente te quedaste mudo; por fin, tras mucho pensarlo -para asombro y expectativa del interlocutor, que no sabía descifrar el silencio-, te vino a la cabeza el término. “¡Asistenta!”, dices. Ése alguien, con cara de alivio, te responde entonces: “también se dice empleada doméstica”. Por diferentes razones, entre ellas el hecho de que “asistenta” suena a “asistenta social”, decidí, en adelante, hacer mío el término).

12:30 La conversación languidece: la nieta se ha marchado, Mariana se ha marchado (a otra estancia). A solas con la señora, no tienes mucho que decir. En realidad, te entiende la mitad de lo que dices, y esto se pone especialmente en evidencia cuando os quedáis a solas. Te apetece salir a la calle, dar una vuelta, tomar un bus hacia algún lado.

La conversación es el mejor invento del ser humano, piensas. Con un codo sobre la mesa, la cabeza apoyada en la palma, los dedos jugueteando con el borde del vaso, te quedas absorto contemplando a la señora. Ella también está perdida en sus recuerdos, dando toquecitos con una cuchara sobre la mesa. Te gustan los pactos del silencio que tienes con ella. Tiene ochenta años, por si no lo he dicho. Es una extraña comunión, una especie de rito donde sobra el danzar absurdo de las palabras emitidas sin razón. El hablar por hablar. Recuerdo, súbitamente, una frase que me hizo reír a carcajadas, que leí en algún lugar y que se supone que dijo Manuel Azaña: “si en España, cada persona hablase de lo que sabe y solo de lo que sabe, se crearía un gran silencio nacional que podríamos aprovechar para estudiar.”

Era algo así. Recordándolo, no puedo reprimir la risa. La señora alza la vista y, de pronto, se da cuenta de que existo. Se ríe también. En realidad le hace gracia todo lo que hago o digo. Aunque no tenga sentido, como ahora. Me ve como un raro espécimen llegado de otro mundo, dotado de un hablar y un acento –de cé y zetas- bastante raro y chistoso. Sobre todo, creo que le hace gracia mi asombro y mis extrañas observaciones y preguntas sobre las cosas más elementales de la vida del país y de sus gentes.

Antes de salir, pienso un poco en todo esto: te das cuenta, como por casualidad, de que eres, en todo lo que haces (en la universidad, en teatro, en clases de salsa…) la única persona con el título de extranjero. No me incomoda en absoluto. Es más, la gente te trata con más consideración e interés, me atrevería a decir. Además, en cosas relacionadas con la universidad, tengo que reconocerlo, me aprovecho bastante –¡Oh, no sabía…en mi universidad es diferente…¡Ah, que curioso!...¿aquí no funciona así?-...vamos, que me hago el loco con total impunidad para que la balanza me sea favorable. A veces, sin embargo, ocurre que me armo de toda mi seriedad para hablar sobre algo que considero importante e interesante (esos momentos de lucidez a veces pedante que tarde o temprano se ven en la obligación de soportar estoicamente los amigos), y el público, fundamentalmente cuando el público es femenino, comenta como conclusión a toda mi retórica: ¡qué lindo! …En estos casos, pienso en el furby de mi infancia –la mascota endemoniada que abría y cerraba los párpados y el pico, que se supone que aprendía a hablar (yo nunca lo conseguí)-, o en mi perrito Blues. Lindo, pienso…soy como una mascota. Bueno, por lo menos es algo.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Un día cualquiera 2

09:30 Desayunas tranquilamente. Tortilla francesa, dos tostadas, café con leche y, lo más exótico, jugo (zumo) de papaya y moras. Cuando vuelvas, cuando regresas a tu lugar, sabes que echarás de menos los jugos tropicales. Masticas despacio mientras miras por la ventana; fuera, nada interesante: coches transitando en todas direcciones –son unos seis carriles-, bocinazos, gente con prisa, volutas de humo negro vomitadas por los buses viejos y, a lo lejos, la ciudad encaramándose a las lomas y, más allá, las montañas, altas, verdes y brillantes bajo el sol. Una mañana alegre.

10:15 Te duchas. (Nada relevante que comentar al respecto).

10: 30 Te instalas en el salón, en el escritorio del salón para ser más exactos, porque hay buena luz –la luz es siempre importante, con ella muda mi estado de ánimo y mis ganas de leer-, y porque hay plantas verdes, robustas y sanas diseminadas por la estancia –lo que me alegra mucho-, y porque no hace ni frío ni calor, y porque, en líneas generales, se satisfacen todas las demandas que imponen mis manías a la hora de leer, escribir o estudiar.

No me gusta quedarme solo en la habitación. La luz no es adecuada y las vistas a la pared gris y desconchada que mencioné más arriba, me dejan algo inquieto, como si estuviese perdiendo el tiempo en mi escritorio sin averiguar las maravillas que me depara la vida al otro lado del muro. Me imagino que para un berlinés que viviese antes de la caída del muro (de Berlín) y viviese cerca del muro, de cualquiera de las dos partes del muro, la vida tendría que ser una putada, aunque no quisiera pasarse al otro lado: sin poder caminar libremente más allá de una pared, sin poder satisfacer su curiosidad y sentir cómo era la vida tras esa barrera de cemento hostil. Lo peor, sin duda, piensas que sería asomarte cada día por la ventana de un décimo (o vigésimo, da igual) piso ubicado junto a la muralla, y ver a las personas del otro lado (las del fascinante mundo capitalista o las del sobrio y sombrío mundo comunista), como hormiguitas recorreteando las calles, sin poder ser-con-ellas pisando el mismo suelo, condenado a mirar de lejos lo que ves todos los días.

Te gusta que la señora con la que vives deambule de vez en cuando por el salón, de tránsito a la cocina o regando las plantas. Te hace sentir en compañía. No te gusta que se demore demasiado tiempo revoloteando en torno a las plantas, ni que te hable demasiado. Afortunadamente, no hace nunca ninguna de las dos cosas, así que quizá sea exagerado eso de que “no te gusta”: para que algo no te guste tienes que vivir la experiencia de que, efectivamente, ése algo no te gusta.


Brillante deducción. En fin, si llegan visitas a la casa, sencillamente huyo a mi cuarto. Por lo demás, me gusta que pase la señora, o la empleada doméstica, o la nieta de la señora, o la “gringuita” que arrienda una habitación como yo, e intercambiar con ellos una sucesión de palabras corteses y amables -“buenos días, qué tal, cómo te ha ido, ¿todo bien?, todo bien ¿y tú?, aquí, leyendo un rato, bueno, sí, te dejo leer”, o, en el caso de la señora, “Juusu, cómo le fue. Regio ah, estudiando. Ya le voy a decir a su mamá cuando llame. Siga, siga nomás sus tareas”- antes de entregarme de nuevo a la lectura. Probablemente piensen que hago cosas relacionadas con la universidad y periodismo. Ojala fuese cierto.

Un día cualquiera

08:00 Me levanto temprano. La luz se desparrama difusa por la habitación. En realidad no me levanto inmediatamente. Apago el despertador y me quedo remoloneando en la cama un rato. Es una sensación maravillosa, aunque quede un poco cursi decirlo así. Deslizas el rostro por la almohada, deslizas las manos por las sábanas –oasis de blancura tersa y agradable-, paladeas la satisfacción, el calorcito del cuerpo, la frescura de la mañana en la cara, un ratito más, solo un rato más, y piensas en los sueños de la noche: sueños agradables, interesantes incluso, llenos de colorido y anécdotas que ya he olvidado, no exentos de algún que otro momento erótico y emocionante. Ah, qué hermosa mañana, la próxima vez juro que escribiré mis sueños. Hoy me da pereza. A veces, sin embargo, tienes las mejores ideas, o las ideas más curiosas, precisamente en estas horas del día.

09:00 Me levanto de verdad. Ya estás aburrido y, además, en estas latitudes del mundo, a estas horas de la mañana, el sol ya está en lo alto del cielo, volcando con inclemencia sus rayos, recortando a machete las sombras. Lo bueno es que, al estar en los Andes, la temperatura a la sombra o en casa nunca deja de ser fresca y agradable. Alguien dijo que aquí reinaba la eterna primavera. Nunca un comentario me pareció más acertado.

Hoy no vas a clase. No hay clase. Bueno, creo que decir “no hay clase” es la manera de abordar el asunto más adecuada para mi conciencia. Aunque no es que yo sea, precisamente, de los que faltan a clase y les come los remordimientos. Desde pequeño me ha gustado fingir cualquier enfermedad para quedarme en casa sin hacer nada, y contemplar a mis anchas los colores del mediodía, los olores de la casa y de la calle, la tranquilidad reinante, los programas infumables y tediosos de la televisión. Incluso me admiraba –y divertía- el sobrecogedor aburrimiento que flotaba en el ambiente y en la luz los días laborales, algo excepcional que jamás se podía repetir los fines de semana, y que uno estaba condenado a perderse en caso de asistir regularmente a clase.

Total, que sí había clase. Oficialmente, sí. Pero mis compañeros no iban a acudir. Ninguno de ellos. Resulta que tienen un taller profesional o algo así, (nunca me enteré muy bien de qué iba este taller), y la última vez que cometí la temeridad de asistir a clase sin el apoyo moral de mis compañeros, el profesor de turno, calvo, bajito y con cara de mascota feliz (al que por lo visto, he tenido la fortuna de caer simpático) me sometió a dos horas de anécdotas del periodismo y de su vida –más de lo segundo que de lo primero-, solos él y yo, en clase. Yo asentía con educación, e incluso me permitía la licencia de contarle, a su vez, mis experiencias, ideas y anécdotas. Pero el hombre tenía, tiene, la virtud de hacer aburrido cualquier relato, amén de no escuchar en absoluto a su interlocutor. Sorprendentemente, a medida que la conversación –quiero decir, el monólogo- avanzaba, el profesor, feliz de escucharse o de encontrar un auditorio que lo escuchase, empezó a contarme sus aventuras amorosas, sin duda contagiado por el ambiente de camaradería que se había establecido entre nosotros. Pasadas las dos horas, salí de clase como borracho, pero también feliz de retornar a mi preciado silencio. Pensé seriamente en la posibilidad de dejarlo todo, o por lo menos en la posibilidad de dejar la universidad, y hacerme asceta (como Siddharta).

Siempre me enredo con cosas que no quiero contar. El asunto es que, por lo que a mí respecta, no hay clase, eso piensas, así que te incorporas, abres la ventana –que da a un muro gris, mohíno y desconchado bastante feo- y te despedazas y bostezas. Sientes la brisa. Ante ti se despliega la fantástica perspectiva de todo un día ocioso por delante, perfecto para dedicarte a tus ensoñaciones burguesas y pasear, leer, escribir, y todas esas cosas que hacían los románticos.

Es cierto: a diferencia de algunos amigos, que son capaces de estar a cien cosas a la vez, tú, ante una agenda apretada y demasiado estructurada, empiezas a aturullarte, a perder la noción de las cosas, a vagar como una máquina: me vuelvo completamente idiota, vamos, como flotando en una neblina incierta y fugaz que me imposibilita agarrarme a algo y pensar o aclarar lo que hago, lo que quiero, lo que soy. Dicen que alguna gente se ocupa demasiado para no pensar ni sentirse sola. A ti te pasa todo lo contrario: necesitas estar solo para no sentirte solo. Pero no demasiado, claro, que si no te aburres. Creo que fue Gabriel García Márquez el que dijo que la soledad es hermosa, siempre y cuando sea voluntaria.

(No sabes tocar el piano. No sabes practicar bien ningún deporte o arte marcial. No sabes muchos idiomas. En realidad no sabes nada y no eres bueno en nada. Y sin embargo, padre, madre, ¡gracias por no haberme explotado con extraescolares! Ahora soy un hombre, o adolescente, o lo que sea que uno es con veintiún años, más o menos normal, más o menos racional y razonable, dentro de los límites aceptables de la cordura, y no me drogo (iba a añadir demasiado), y voy a clases que no me interesan demasiado, y hago, en definitiva, lo que hace todo hijo de vecino de la clase media. ¡Padres del mundo, vean cómo SÍ es posible que un hijo crezca sin extraescolares y con alguna tarde libre de vez en cuando, vean cómo también pueden salir hijos de provecho, a vuestra imagen y semejanza, sin desbordarles la agenda con actividades beneficiosas para el futuro!)

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Atardece

Atardece. Te sientas junto a la ventana y te apoyas en el marco para mirar la tarde. Paseas la mirada por la calle. Está vacía, tranquila, silenciosa. Las carrocerías de los autos estacionados reflejan los últimos brillos del sol. Recorre la brisa tu rostro y, allá abajo, mece suavemente los arbolitos de las aceras, las bolsas de plástico, la porquería.

El cielo se tiñe de ocaso lentamente, y unas pocas nubes avanzan lentas, espesas, perezosas, bañadas de costado por el sol en colores de bronce y de algodón rosa, con sombras y abismos en sus pliegues de un azul oceánico y profundo.

Escuchas los sonidos amortiguados de las casas, los pasos remotos en otras calles, el murmullo de un motor que arranca en la lejanía, el ritmo de la salsa sonando en una emisora remota. La brisa es cálida y la ciudad se extiende en el horizonte, allá sobre las laderas, recortada en la lejanía. En el extremo de la calle, dos hombres sentados sobre cajas de plástico, beben cerveza y charlan en mangas de camisa. Llegan, con las rachas del viento cálido, las palabras muertas de su conversación.

Sientes la calma y te quedas mirando. Miras para que no termine el día, para que no muera el momento, para que no se mude y transite la belleza del atardecer.

Y lloras. Te sorprendes llorando.

Lloras porque no comprendes tanta belleza, porque te parece efímera y te parece cruel, y quieres gritar al mundo que detenga este momento, que exprima de tu cuerpo la vida que se te desborda por los costados.

Lloras porque no comprendes que haces aquí, en este absurdo rincón del mundo y del azar, siendo testigo anónimo de la terrible belleza de la vida.

Lloras porque el nudo en la garganta te devuelve al recuerdo de otras emociones, de otras experiencias, y vuelves atrás y te ves ahí, tan solo, tan desamparado, asomado discretamente por la ventana mientras tus lágrimas resbalan y cierras los ojos para atrapar el instante, para grabarlo en ti y encadenarlo a tu memoria viva.

Lloras de impotencia, porque estás sintiendo el secreto de la vida pero no encuentras palabras que den sentido a lo que ves, a lo que escuchas, a todo lo que te embriaga de sensaciones.

Lloras porque te gustaría ser héroe y artista, y retratarlo todo, y hacerlo eterno y eternizarte en ello.

Lloras porque el instante inevitablemente se escapa, y sabes que al final expirará la tarde y caerá la noche, girando con ella de nuevo el minutero del reloj, el calendario de pared, los años de la vida.

Lloras porque no sabes por qué lloras,

Lloras porque no tienes motivos para llorar.

Lloras porque sí tienes motivos para llorar.

Lloras porque te gustaría arrimar a tu lado una silla vacía, y sentir su mano deslizarse junto a la tuya.
Y lloras, definitivamente lloras, porque te gustaría contarle despacito todo lo que has sentido en este instante, y porque imaginas que ella sonríe y escucha
lo que nunca le vas a contar.