lunes, 6 de junio de 2011

A cinco de junio y a poco para el seis

Todo lo que amo está aquí y está al otro lado del charco, quizá un poco más al otro lado que aquí y, sin embargo, es tan necesario marcharse: es decir, explorar, descubrir, sentir, amar, creer, crecer; es decir: volver;

volver y hacerlo con todos los sentidos y una nueva estatura, a hombros del muchachito que unos meses atrás partió de casa, y al que le ocupa y preocupa el mundo y los sueños y, sobre todo, el miedo al tedio del mundo y los sueños, párpados cansados y una misma mujer-inercia y un amor mecánico y un trabajo-rutina y un Sueño-Sombra y unos ideales-Realismo y una Revolución-Contrarrevolución, es decir, hacerse mayor y cansarse un poco de todo y de ti mismo. El miedo a que todo pierda su sentido: la senectud anticipada, el
carca de otros tiempos-fueron-siempre-mejores, el padre que no sabe encender el ordenador y, si me apuras, el padre que no sabe planchar; la madre que no entiende “esas cosas del Facebook”, hablando claro: los fósiles en vida.

-¿Y tú que quieres ser?
-Médico
-¿Te gusta?
-No. Pero se gana.

Y a veces, aquí lejos, me tienta la vida apacible, tranquila, sin sobresaltos, sin excesos o desmesuras. Una mujer que me quiera siempre y que me aburra mucho, ver cómo se puebla de rascacielos el horizonte de Bilbao, perpetuar o perpetrar -ya no sé bien- la lógica generacional, estrato sobre estrato-estrato bajo estrato, ver cómo yo y mis hermanos (pelea), mis hermanos (puto enano), mis hermanos (la confianza da asco) se tornan, ya lejos, ya mayores, en hermanos los-papeles-de-la-herencia, en hermanos corteses, correctos, cívicos, educados: desconocidos.

Y están ahí la tristeza y la nostalgia. La tristeza a veces viene de costado, o por detrás. Tiene forma de mujer y te rodea con sus brazos.

¿Y la nostalgia?

La nostalgia también es mujer, a veces me gusta abrazarla de rodillas y que mis lagrimas rueden por su vientre y que su mano remueva mi pelo. Así hasta que se me pasa. Así hasta que me consuelo. Simplemente abro un libro, paso las manos por sus lomos de cuero viejo, me enfrasco en lo que dice Galeano, o Sartre, en cómo les estará yendo a los del 15-M, me ilusiono, juego con los sueños, invento nuevos horizontes, me miro en un espejo y me veo fuerte, atractivo, interesante –otra vez la vanidad-, y resisto. Resisto un poco fastidiado por saberme impermeable -impermeable aunque a veces me duele ver cómo se refleja el cielo y la ciudad en los charcos de la calle-, un poco molesto por saberme tan orgulloso, tan impasible, por intuir que eso les fastidiará y encantará a todas las amantes y los amores que pasen por mi vida… Llevo demasiado tiempo cultivando la imagen de
lobo estepario, de Robinson Crusoe, un retrato falso, retórico, panfletario, metafísico. Y no sigo.

No sigo porque perdí, otra vez, el propósito de mis letras. Y ahí vienen mis 22 años, cruzando el Atlántico y la diferencia horaria. Y aquí está este escrito, supongo que un poco por cumplir con la solemnidad del momento.

Pero, ¿qué solemnidad?

22 años, una falsa categoría mental
de 365 días
y calendarios gregorianos.