martes, 25 de septiembre de 2012

“Oh, vaya. Olvidé la bicicleta”.


Oh, vaya. Olvidé la bicicleta”.

Me doy una palmada en la frente y vuelvo sobre mis pasos. Nunca es agradable olvidarse de algo. Y menos cuando se trata de algo tan grande, tan evidente. Además, la bicicleta no es mía. Es de Andy, mi colega. La mía me la robaron o se extravió, ya no me acuerdo. Fue hace mucho tiempo, y le dije a Andy “eh tío, préstame tu bici”, y me la prestó.

En la ciudad, mientras me encamino hacia mi bicicleta, se desata el caos. Hay bandolerismo y pandillas. Es bastante sorprendente: se congregan multitudes y revientan coches y escaparates y luego se dispersan. Se escuchan sirenas y explosiones. ¡Qué tiempos!, pienso, y temo por mi bici, la bici de Andy. Por suerte recuerdo muy bien dónde la dejé: recostada en el mostrador del fast food del barrio, dentro del local ¡Vaya que si lo recuerdo! Esta certeza me reconforta.

¡Seguro que sigue allí! Cruzo los semáforos -que ya nadie respeta- zigzagueando entre los coches. Hay una multitud dispersa que hace lo mismo y los coches no aminoran la marcha. La turbamulta corre de un lado para el otro y lleva palos y cadenas y otras cosas. Por alguna razón todo el mundo parece enfadado y grita y golpea con las palmas abiertas los vidrios de los coches.

Por fin, milagrosamente, dejo atrás los innumerables peligros y llego hasta el fast food. Dentro se está desarrollando una tremenda pelea, una auténtica vorágine de destrucción. Lo sé porque el local tiene paredes de cristal y las luces del interior se derraman sobre la acera. Pero no veo mi bicicleta -la de Andy- desde aquí: ¡Horror! Entonces recuerdo que la había dejado al fondo, junto al mostrador, y que es normal no verla desde donde estoy. Y me tranquilizo bastante.

Empujo la puerta de cristal y entro. Vuelan platos, vasos y puños. Miro lleno de horror cómo unos pandilleros se afanan en destrozar unas bicicletas. Forman un corro en torno a ellas y van lanzando patadas, por turnos. No es mi bicicleta. Sé que no es mi bicicleta. Pero me quedo un rato mirando hipnotizado e inquieto, poseído por una vaga y fatídica premonición. Una silla cruza los aires y revienta los cristales. Llueven los trocitos en todas direcciones. Vuelvo en mí y recuerdo mi objetivo: ¡La bicicleta!

Me voy abriendo paso y llego hasta el mostrador con la esperanza de que siga ahí.

¡Está! ¡Afortunadamente está! Apoyada en el mostrador, tal y como la dejé. La miro de arriba abajo. Sí, no hay duda: está entera. La cojo y la volteo, compruebo la presión de las ruedas, el estado de las cadenas, las pastillas de los frenos, todas esas cosas. Hum, sí. La vuelvo a recostar. Doy un paso atrás y la contemplo. ¡Está maravillosa, perfecta, impecable! Siento orgullo y satisfacción, pero apenas me da tiempo a saborear mi triunfo cuando se va abriendo paso en mi mente una idea loca: y si me quedo la bicicleta, y si nunca más se la devuelvo y le digo: “Andy, colega, mira, me pillaron unos tipos y me reventaron. Se la llevaron, colega, no pude hacer nada”.

Oh, no. Eso no estaría bien -reflexiono-, y además Andy se enfadaría. De eso estoy seguro. Me diría “jodido negrata”, aunque sabe que no soy negro, y luego dejaría de hablarme por una buena temporada o chascaría los dedos para que Jimmy se encargue de mí.

Pensar en Jimmy hace que deseche la idea enseguida. Miro alrededor. La violencia y el caos arrecian. Con todo, se me ocurre que no sería mala idea pedir algo de comida para llevar antes de salir. Además, hay otro motivo: está ella. En cuanto me ve, sonríe. Siempre lo hace, y también se le ilumina la cara. Trato de hacerla entender lo que quiero pedir a través del griterío. Encaramado al mostrador, señalo insistentemente el dibujo de la hamburguesa vegetal sobre su cabeza, y le sonrío también y le grito que con patatas y para llevar, por favor. Mientras hago todo eso pienso: “es una chica muy guapa, pero nunca voy a tener el valor de pedirle una cita”.

Me entrega la comida en una bolsa de papel. Estoy a punto de decirle algo pero no lo hago y doy media vuelta y cojo la bicicleta y me adentro en la reyerta buscando la salida. Giro la cabeza y le digo ¡Gracias!, pero ella no me oye: está mirando con aire serio hacia otro lado, hacia dos hombres que ruedan por el suelo mientras se intercambian golpes.

Mires a donde mires, alrededor todo es salvajismo y desolación. Sin embargo, y contra todo pronóstico, consigo atravesar el local con la bicicleta y llegar hasta la puerta. Antes de salir una mano se planta en mi pecho. Es un negro con una cinta roja en la cabeza. Uno de los pandilleros de antes, constato. Me mira. Se queda así un rato. Luego mira mi bici. Dámela. ¡No! Sí. Bueno, toma.

Levanta la bicicleta por los aires. Los otros muchachos le jalean. La lanza sobre el montículo de bicicletas desguazadas y se reincorpora sin perder un segundo al círculo, junto con los otros. “¡La bicicleta, la bicicleta, la bicicleta!” No me oyen, se han olvidado de mí. Están completamente fuera de sí y rabiosos, ensimismados en su obsesión destructora, así que me quedo mirando cómo lo hacen, cómo revientan la bicicleta de Andy.

Bueno, pienso, ¿qué más puedo hacer? Doy media vuelta, empujo la puerta de cristal, milagrosamente intacta, y salgo afuera. La ciudad es un campo de batalla sembrado de barricadas y columnas de humo verticales. Llegan patrullas de la policía girando las luces de las sirenas. Los uniformados, agrupados en racimos compactos o correteando a titulo personal, rechazan tras sus escudos las embestidas de la multitud. Uno de ellos pasa de largo junto a mí enarbolando una porra. Luego se detiene. Vuelve atrás. Me mira. ¿Qué haces? Nada. ¿Seguro? Sí.

La respuesta parece dejarle satisfecho. ¡Circula!, grita, y sigue su camino. Yo emprendo el mío. ¿A dónde? No lo sé exactamente. Quiero decir: lo olvidé. De momento cruzo la calle y enfilo por la avenida ¡Ah! Una luz se ilumina en mi cabeza, por dentro. ¡Ya me acuerdo! Me doy una palmada en la frente, ¡claro que me acuerdo!

Pensando en mis cosas, voy dejando atrás la algarabía: rebaso una columna de blindados que escupe fuego con tremendo estrépito; un escuadrón de caballería que súbitamente carga y arrolla, detrás de mí, a la multitud; paso por una Asamblea Revolucionaria de ciudadanos sentados en un paso de cebra; atravieso un conglomerado de gente furibunda agolpada a las puertas de un mall; dos bandas rivales me abren pasillo sin dejar de gesticular e insultarse; un señor subido a una farola predica el Evangelio frente a un auditorio arrodillado; dejo todo eso atrás y por fin llego.

¿Andy? ¿Estás? Toco la puerta. Sí, pasa, pasa. Según me ve, se echa a mis brazos. ¡Es tremendo, terrible!, dice. Oh, Andy, colega, ¿qué te sucede?. Me mira como si no entendiese lo que le digo. ¡Jimmy!, grita: ¡Se ha ido! ¡Se ha ido! ¿A dónde? ¡A Perú! Pero ven, corre, no hay tiempo que perder. Ayúdame con esto. En el suelo hay una maleta llena a rebosar de libros. ¿Tú también te marchas?, le pregunto. Sí, a la capital. La Ca-pi-tal. En diez minutos sale el bus. ¡Rápido, ayúdame a cerrar esto! Restallidos y estruendos, tiembla todo y las luces parpadean. Conseguimos cerrar la maleta. Se desprende un trozo de techo y se levanta una nube de polvo. Oye, Andy, mira, colega, verás, ahí fuera....Oh- me corta agitando la mano-: ¡no te preocupes por eso! No tiene importancia. Y ahora: ¡Adiós!

Lo veo partir doblado sobre su maleta, calle abajo. ¡Taxi! Un taxi se detiene haciendo un trompo. Enormes bolas de fuego se elevan en el horizonte e iluminan el cielo. Llueven casquetes y cornisas. El taxi arranca echando chispas. Andy se asoma por la ventanilla trasera hasta la cintura y agita la palma abierta. Me dice adiós. Se da golpecitos en el pecho, a la altura del corazón, y me señala alternativamente. El taxi dobla una esquina y la ciudad se lo traga. Adiós, Andy, colega, le digo, y me quedo un rato así, mirando nada en particular. Entonces una certidumbre va penetrando en mi mente: ¡Oh, vaya!:

¡Olvide mencionarle lo de la bicicleta!


Escrito en Bilbao el 25 de septiembre del 2012


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