domingo, 17 de junio de 2007

Retrato de YO. Gustaff y la vida.

Las manecillas del reloj que asomaba por encima de los tejados del pueblo, en la torre de la iglesia, marcaban poco más de las doce cuando el lugar quedo sumido en un profundo silencio sólo interrumpido por el graznido de las aves y el aullido de los lobos del bosque circundante. Las últimas luces de las casas se apagaron dejando las calles y callejuelas en la penumbra. El perfil de la media luna suspendida en el cielo y las estrellas del firmamento moldeaban con sus haces de luz cada rincón del pueblo definiendo las formas en un contraste de claroscuros.

Gustaff se removió inquieto en la cama, no podía dormir. Había algo inquietante en el ambiente de aquella noche. Deslizó sus pies dentro de las zapatillas y se acercó a la ventana, corriendo las cortinas con mano prudente. Allí se quedo inmóvil un buen rato con la mirada fija en las zonas de penumbra, escrutando la oscuridad de los callejones a través del cristal de su ventana. Siempre había sido un miedoso, la oscuridad le asustaba, y más una noche como aquella. Le atemorizaba el paraje al que asomaba su ventana: una plazoleta en cuyo centro asomaba un árbol antiguo de ramas desnudas y de la que partían dos estrechas calles y un callejón que se perdía en la oscuridad. En lo alto, por encima de las tejas, y a lo lejos, la torre de la iglesia se alzaba sombría y solitaria. En su pared colgaba el reloj, apenas un circulo borroso anunciando impasible el paso de la noche.

Gustaff se quedó allí, quieto, muy quieto, con la mirada perdida en el horizonte estrellado, y sintió en lo más profundo de su persona una urgente necesidad de escapar de todo aquello, sentimiento que le asaltaba en aquellas noches solitarias, donde el insomnio y la soledad se hacían eco de sus sombras.
Nunca había salido del pueblo, desconocía lo que había más allá de las lindes del bosque. Toda su infancia había transcurrido al otro lado de la ventana, en aquel pueblucho silencioso, alejado de todo. En aquella plazoleta había hecho todas las cosas que cualquier crío alegre hubiera podido desear. Allí había jugado con los otros niños a los juegos más disparatados, allí, junto al árbol eternamente desnudo, se había peleado por el amor de una chica, había cantado junto a la orquesta, había tramado las mil aventuras junto a sus amigos. Eran aquellas fachadas silenciosas las que habían contenido su vida, sus preocupaciones, sus inquietudes. Era aquel pueblo, junto al cielo y el bosque, el contenedor de su existencia, los límites del decorado en que se desarrollaba la función de la que él era protagonista.

Su vida era feliz, pensó Gustaff, y sin embargo algo le faltaba, alguna pieza no encajaba en su interior. Ya desde pequeño miraba el cielo con ansias de volar, contemplaba la única carretera que conectaba el mundo con la villa -y que se perdía zigzagueando en la lejanía- soñando con mil aventuras mientras estudiaba su trazado, mientras se preguntaba que habría al otro lado. Imaginándose explorador de los parajes más extraordinarios, surcando los mares como pirata, sobrevolando las nubes en carruajes mágicos. Un día soñaba con ser guerrero, otro con ser emperador o miembro de una tribu amazónica, deseaba ser rico para ayudar a los pobres, deseaba ser pobre para acabar con los ricos. Los libros de la biblioteca alimentaban su imaginación. Allí se pasaba horas y horas perdido entre las páginas enfrascado en otros mundos, viviendo en su fantasía.



Sin embargo nunca suscitó preocupación entre los mayores del pueblo, era un chico corriente, como todos, especial a su manera, con sus virtudes y sus defectos. Jugaba con sus compañeros a la pelota, se apuntaba a cualquier trifulca o travesura y despertaba la simpatía entre mayores y amigos. Que sintiese especial apego por sus momentos de soledad, por aquellos solitarios paseos internándose en el bosque sin más compañía que sus pensamientos, o por su afición a sentarse bajo la lluvia a escuchar el repiqueteo y fluir del agua sobre su paraguas, era contemplado con cariño por el pueblo, que por lo demás continuaba inmerso en sus quehaceres, sin alimentar en sus corazones la sospecha del destino que Gustaff había elegido para sí mismo.
¿Qué era aquello que se debatía en su interior con el ímpetu del oleaje en una tormenta? ¿Qué era aquello que buscaba desesperadamente librarse de sus cadenas, de esos horizontes inaccesibles, de ese otro lado de la desértica carretera?

Gustaff se hacía mayor. Ahora contemplaba erguido entre las sombras, frente a la ventana, el reloj difuso de la torre preguntándose que era aquella soledad que se cernía sobre su corazón, extendiéndose al rítmico compás de las manecillas del reloj. Cuando estas se posasen sobre el amanecer él ya no sería el mismo, nunca fue el mismo de un día para otro pero este, especialmente el día que se avecinaba, anunciaría su mayoría de edad. El 18 cumpleaños. Gustaff, sencillamente, no podía asimilarlo. Toda una vida contemplando esa edad como algo inalcanzable, o ese algo que ya llegará y nunca llega para los niños, que mientras tanto siguen con sus juegos e ilusiones ajenos al impulso de la naturaleza que les hace mayores, sin entender de edades, sin entender de fechas.
Gustaff, como todos los seres humanos, se había hecho mayor fuera de fecha. Los dieciocho no eran más que un símbolo, una consecuencia de la ordenación y planificación humana, y él, que contemplaba ahora las siluetas de los desordenados tejados, sintió ya desde muy pequeño que en su interior una energía le hacía crecer y madurar, precisamente, en aquellos momentos donde la soledad le embargaba y una extraña sensación de felicidad y serenidad recorría su cuerpo.

Un copo de nieve, y luego otro, y otro, se dejaron caer meciéndose suavemente, como suspendidos en el aire al otro lado de cristal. Nevaba y sin embargo Gustaff seguía con la mirada perdida en el vacío, como si la repentina y espesa nieve no hiciese más que poner énfasis en los pensamientos que florecían movidos por los acordes de su alma.
Como si el decorado que trazaba los límites de su existencia intentase con efectos especiales conmover al espectador que nunca existió y que, sin embargo, seguía atento la función y los pasos de su protagonista, tan insignificante y tan efímero como la barca que se debate por seguir a flote en medio del violento oleaje en algún punto del basto océano. No, él no era especial, ni pretendía serlo. Su vida era tan irrelevante y maravillosa como la de cualquier otro. Él no era más que el resultado de millones de casualidades y coincidencias que la vida había dispuesto. No tenía un destino, ni un Dios que le cobijase. El capricho del azar le había llevado a ese lugar donde había nacido y crecido, a esas orillas de arenas blancas y aguas cristalinas sobre las que amaneces una vez la tempestad ha vencido tu débil barca que ahora yace echa pedazos por la arena, junto a ti, en tu isla perdida.

En cierta ocasión, una calurosa mañana de verano, Gustaff se acercó a mí y dijo entre misterioso y divertido que estos pedazos eran lo único con lo que contamos para empezar a construir nuestra existencia, meras astillas con las que estás obligado a partir de cero. Te vienen dadas y te condicionan la vida en la isla.
Ahora que los años han dejado la vejez impresa en mi piel lo comprendo, o creo comprenderlo, porque en la vida nada es seguro. Él, Gustaff, no quería ser arrojado a la orilla para ponerse en pie y clavarse las astillas, él no estaría sometido, tampoco huiría, simplemente, trazaría su senda.



Bienvenidos silenciosos e invisibles espectadores. Guardar silencio, pues la función va a comenzar y el telón sube sin esperar a que vuestras inexistentes bocas callen. Bienvenidos a la historia de una vida. Bienvenidos a la historia de Gustaff.
Pero os advierto: no esperéis que el espectáculo dure. Esta vida narrada, reflejo de cualquier otra vida, de la suya propia tal vez, ha terminado antes de comenzar y la función terminará enseguida, pues no seré yo quien de voz a un perfecto desconocido, o quien narre y dé sentido a una vida ajena. Yo sé tan poco de Gustaff como cualquiera de vosotros. De hecho os recomiendo que no os fiéis de un narrador que se dirige a la nada, que habla solo dirigiéndose a butacas vacías.
Fuera, tras el cristal, es de noche y está nevando, pero aquí dentro podréis maravillaros de los colores de la isla, del contraste entre el azul infinito del cielo y los mares que rodean vuestra existencia. Tranquilos, ya me callo para que comience la representación. Las luces se apagan, los focos se encienden. En realidad no estoy seguro de que esta voz- mí voz- haya sonado alguna vez en vuestras cabezas, en esta sala vacía. Pero, decidme, qué es la realidad sino nuestra forma estrecha de entender el mundo. Psst. Ahora callaros vosotros también. Alguien asoma en el escenario. Mi inexistente voz se extingue. El silencio os pide silencio…

El reloj de la torre solitaria y sombría marcaba por fin el amanecer. Un amanecer inesperadamente nevado. Ya no había ninguna figura solitaria mirando a través de la ventana. Por lo menos no se ve desde aquí, desde la plaza. Gustaff tampoco bajó a desayunar esa mañana. La nieve se acumulaba en las calles, callejuelas y tejados, camuflando las formas. Alguien aporrea la puerta de su cuarto, pero en lugar de la voz de Gustaff sólo se escucha el silencio. En lo alto, por encima de los tejados, y a lo lejos, la torre muestra una buena perspectiva del paisaje nevado. El camino que conecta el pueblo con el mundo exterior parece haber desaparecido, no se divisan aquellos trazados que se perdían en el horizonte. En su lugar se aprecian puntos oscuros marcados en la nieve. Sólo si nos fijamos bien descubriremos que son huellas, pisadas de un caminante decidido a ver que hay al otro lado de la carretera con la ilusión de perderse en el horizonte. Es la estela impresa en la nieve de un sueño, del sentido particular de una vida.
Una sombra avanzaba intensamente feliz, el viajero del mundo se despide con lágrimas en los ojos de todas las cosas maravillosas del pueblo, de todos los hermosos recuerdos, pero no mira atrás. Una sonrisa asoma sincera en su rostro radiante de alegría. Un paso, otro paso, un destino, una veda abierta. El caminante abriendo su camino. Un paso, otro paso. El maravilloso recuerdo de la libertad antes de que el telón vuelva a cerrarse.



2 comentarios:

Anónimo dijo...

muy wapo el relato tio te lo digo totalmente sincero pos na sigue escribiendo asi k esta muy wapo

Anónimo dijo...

Menudo retrato cabron, estan muy bien dispuestas las flores, muy bueno.