domingo, 29 de mayo de 2011

Y que salga lo que Camus quiera

Hoy desperté tarde. Sobre las once de la mañana. Vibraba mi móvil en el suelo y por entre las cortinas entraba la luz matinal (Escribe Josu, domina el lenguaje. Déjate de idioteces, escribe lo que te venga al corazón y tal y como te viene al corazón, sin florituras, sin letras barrocas y adornos de balcón. No se colaba ni atravesaba ni irrumpía la luz. No. Simplemente entraba en el cuarto. Y punto. No borro ni una letra ni una coma. Imagina que lo que tienes delante no es un portátil con el Word abierto y una página en blanco. Es una máquina de escribir. De las antiguas y voluminosas, de ésas que había que aporrear con los dedos chac-chac-chac para que estampasen las letras sobre el papel produciendo una musiquilla monótona y cadenciosa. Ya estamos: “monótona y cadenciosa”, voy a tocar la puerta de la Real Academia a ver si hay suerte y me nombran Prócer de las Letras y me ceden un sillón de cuero lustrado, o ilustrado. Pero ya está dicho: ni una coma ni una letra. Como los periodistas de antes, los del New York Times, camisa remangada y tirantes, quizá una pajarita al cuello, y una densa humareda de tabaco en la Redacción y botellas de licor o whisky, esos periodistas que retrata Hollywood, quienes a cada error tenían que retirar la página de la máquina y borrar lo errado o lo des-inspirado mediante complicados métodos que desconozco –al fin y al cabo los del 89 irrumpimos de lleno en la era cibernética- o que hacían una bolita frustrada de papel y la lanzaban a una papelera desbordada de otras tantas bolitas arrugadas…

Cuánto daño nos has hecho, Hollywood).

Decía que hoy me levanté tarde y que mi móvil sonaba o porque mi móvil sonaba. Por supuesto, no contesté la llamada. Toda llamada que perturbe mi descanso o mi inspiración o mis procesos de alimentación, evacuación o higiene, está condenada a timbrar para nadie. Es como si un cónclave de siete viejos sabios con el semblante severo y adusto se congregasen en mi cabeza para emitir unilateralmente una resolución de No intervención, o No contestación o No respuesta. Como se quiera decir. Algo así como el Consejo de Seguridad de la ONU respecto a Libia, pero al revés.

Afortunadamente, el teléfono estaba, está, estropeado y no suena la melodía, que era horrorosa (un día me sentí viejo y consideré que la mejor melodía dadas las circunstancias era el clásico riiing riiing; luego resultó un coñazo, pero me daba pereza cambiarlo). Ya despierto, me remuevo (si no os importa, vuelvo al presente, que me es más fácil relatar esta historia) un rato en la cama, tratando de recordar los sueños de la noche. El aparato se limita a vibrar y desplazarse por el suelo hacia la derecha, tal vez con la esperanza de que yo me incorpore y trate de alcanzarlo desde la cama o de que el llamante se canse (ojala) y desista. El llamante por si acaso es mi madre. Lo sé porque nadie más me llama.

(Pero esa es otra historia)

No es por ser un hijo desagradecido, que a veces lo he sido. Si no contesto es porque tengo la certeza de que ella, mi querida madre, que está al otro lado del Atlántico preocupada por su hijito, seguirá llamando a lo largo del día hasta ver cumplido su objetivo y satisfechas sus expectativas. Yo, que soy un buen hijo más o menos desde que dí por consumado el capítulo de la adolescencia, siempre le contesto las llamadas. Se entiende: siempre que no viole mis sagradas normas de la imperturbabilidad y la ataraxia, que es una palabra que no entiendo muy bien pero que leí en un libro de filosofía estoica y que se presta muy al caso (pues de algo ha de servir la Filosofía al fin y al cabo).

Ahora que casi tengo 22 años y un largísimo recorrido a mis espaldas comprendo mucho mejor las preocupaciones de los padres. O bueno, de las madres: mi padre se limita a mandarme muchos recuerdos desde el sofá y a preguntar que cuándo vuelvo a casa, “dice que a ver cuando vuelves, que ya está bien de hacer el pingo por las Américas”, me re-transmite mi madre colgada del auricular. A veces, con la condición de que no esté jugando el Athletic en ese momento, accede incluso a concederme una audiencia por teléfono.

Mi padre es de esas personas que habría justificado en la época actual que yo, tocado de nostalgia por la lejanía de los míos, me sentase a escribir una extensa carta del tipo “Querida familia, madre, padre, hermanos: son muchos, muy gratos y muy variados los sucesos y experiencias que en este hermoso Ecuador me acontecen desde la última carta que os escribí allá en la primavera, etcétera. Atentamente, vuestro hijo que os quiere”*. La era de las comunicaciones, lamentablemente, ha despojado de toda magia al acto comunicativo.

*La nutrida correspondencia electrónica que mantengo con mi madre, está llena de ejemplos como el expuesto más arriba. Como entre e-mail y e-mail no hay tiempo de que ocurra nada mínimamente singular en mi vida, a veces me divierto ensayando una prosa arcaica y ridícula, “señora madre”, etc. A mí me resulta bastante divertido. Cualquier otra persona pensaría, sin lugar a dudas, que soy gilipollas. Con bastante razón además, según mi modesta mirada objetiva.

(Pero mi madre me acepta. Es lo bueno de las madres)

El teléfono deja de timbrar y yo puedo entregarme un rato más al placer oceánico de las sábanas blancas y rodar plácidamente por los confines de la cama -Perdonadme la licencia literaria-.

En realidad hoy solo quería hablar de mis sueños y no relatar mis relaciones paterno-filiales, Pero ya está dicho. Ni una coma ni una letra, no puedo volver atrás y des-escribirme, sencillamente yo quería hablar de un día normal, de dos sueños relativamente curiosos (en uno conducía un Volkswagen viejo y me costaba articular las marchas y manejarlo, y en otro o tal vez fusionado en el mismo sueño yo caminaba por un Bilbao hiperreal donde las ventanas de los edificios refulgían con intensidad por efecto del cielo resplandecientemente blanco; lo mejor es que sabía que todo eso se trataba de un sueño –algo que muy rara vez me pasa- y me admiraba de mi propia capacidad de recrear la ciudad con ese grado de detalle tan absoluto, y estaba tan feliz que me daba por hacer todas esas tonterías que se hacen cuando sabes que es un sueño y a) pisas las convenciones sociales más elementales tales como ser educado o ir vestido y b) te empeñas en volar y c) en ver a mujeres paseando desnudas, y es ahí cuando se jode el sueño -quiero decir despiertas o se enreda la historia y te metes de lleno en otro argumento-; mis fantasías oníricas al fin y al cabo manejan cierto grado de sensatez; una lástima, desde luego), después me levanté, charlé con mi madre (llamó cuando me estaba cepillando los dientes, una costumbre que tenemos) y me dí un paseo por las calles del centro histórico bajo una fina llovizna que se evaporaba apenas tocaba la piel y que no llegaba a calar nunca los adoquines de la calle, con un cielo muy parecido al Bilbao de mis sueños, y después me compraba dos libros en una librería de libros usados muy oscura y muy bonita –El americano impasible de Graham Greene y La guardia blanca de Mijail A. Bulgakov (lo reconozco, he tenido que asomarme a la mochila para averiguar el nombre de éste último)-, y me los llevaba a la biblioteca, que es una biblioteca acojonante, de otra época, de la colonial concretamente, con patios llenos de palmeras inmensas y fuentes de aguas quietas donde seguro que se refleja y tiembla la luna llena cuando es de noche -Perdonadme la licencia literaria-, y así pasé las horas y luego anduve un rato más de aquí para allá paseando, comiendo algo, tratando de despejar la mente y los ojos cansados, y ya por último regresé a casa e interactué un rato con la familia

–una familia encantadora, por cierto, mi madre está muy contenta por los informes que le emito-

antes de venirme a mi cuarto donde ahora tecleo estas líneas en mi máquina de escribir preguntándome, por Dios, qué es todo esto que he terminado escribiendo, tan lejos del rumbo que querían tomar mis letras: formaciones apretadas y compactas de caracteres desplegándose con admirable precisión y belleza por el blanco de la hoja- ASÍ ME GUSTARÍA que fuese la cosa, y no esto, una algarabía de palabras confusas y ebrias que se dan de manotazos mientras van y vienen por los pasillos de un geriátrico mientras las persigo con los brazos extendidos y el culo para fuera, corriendo como un idiota y tratando de que todo encaje en vano, pretensiones literarias, señoritas-palabras, vuelvan, no sean malas, hagan el favor, pórtense bien, y Luego toc toc, ¿quién?, ¿es aquí la Real Academia?, sí pase pase. Gracias. Verá, creo que ya soy un gran literato o que, de no serlo, voy camino de serlo, no sé si usted me entiende….

A la mierda el estilo y la pretensión de estilo y la voluntad de estilo, y el escribir bonito y su puta madre. Escribe con el corazón y desde el corazón Josu (moraleja de púlpito y sotana y happy The End, sí, lo sé), aunque bien es cierto que dijiste “no borro ni una coma ni una letra”,

y eso es un engaño porque sí has borrado, y bastante,

pero todo esto al fin y al cabo quiere decir que yo ahora apago y cierro el portátil (o tiro la máquina de escribir a tomar por culo. Lo siento, no se si se apagaban o si se dejaban así nomás con la tinta caliente y el papel alicaído) y que mañana por la mañana me despierto o me despiertan y me leo de arriba abajo mi engendro y que, AHÍ SÍ, No borro ni una letra ni una coma.

Y que salga lo que Camus quiera.

lunes, 23 de mayo de 2011

te vas.

Te vas, te marchas delineando los bordes de las mesas y las sillas donde cuelgan los abrigos y los bolsos de la multitud que entrecruza conversaciones y ríe y entrechoca las tazas de café en sus platillos o tintinea con sus cucharillas al remover el azúcar en la leche.

Si fuese otra época y nosotros no fuésemos nosotros, estelas de humo planearían sobre las cabezas, los sombreros y el murmullo mientras la brisa del otoño entraría por la puerta giratoria y agitaría tu cabello suelto y claro en que mis manos tantas veces se enredaron.

Jugábamos con el tiempo, nostálgicos de otras épocas y otros mayos, y ahora que te veo marchar balanceando tus caderas compruebo con tristeza que he logrado detener el tiempo, y que tú te marcharás siempre y yo me quedaré siempre aquí sentado, en una cadencia infinita e inamovible de mundos y sueños repetidos eterna, triste y certeramente.

Probablemente nos cueste entender bien que fue aquí, precisamente aquí, donde nos dijimos un adiós anónimo, sin reversos, sin ambages.

El tiempo nos seguirá alumbrando bajo cielos distintos en puntos geográficos distantes, y mientras ése tiempo llegue yo seguiré aquí y ahora, mirando cómo despareces entre la bruma de tu propia vida, hacia la puerta giratoria que trae y lleva a las personas que marcan nuestra vida y nuestra memoria, sin tal vez sospechar que en cierto modo yo te acompaño –te estoy acompañando- hacia la puerta para cruzarla contigo, aunque me quede aquí sentado, y que en cierto modo también tú te quedas aquí conmigo, aunque ya te hayas ido.