sábado, 2 de enero de 2010

El señor X camina con sus recuerdos.

Un señor muy mayor, llamémosle X, sentado desde su sillón se pasea por sus recuerdos, los rumia, los paladea.
Se columpia de las alegrías a las tristezas, evoca aquellos grandes momentos, que fueron pocos, y aquellos días tristes, que también los hubo. Y, con todo, tiene la impresión de que la vida ha sido breve y poco intensa. Rememora todas aquellas oportunidades perdidas, aquellas decisiones que masticaron su pasado y le arrojaron donde ahora yace, en su buhardilla de hombre viejo y solitario, sin demasiadas ilusiones ni ganas de vivir.
Lo cierto es que solo espera a que el calendario se detenga y una mañana no lo espere a él para el amanecer. Tal pensamiento le ronda de cerca pero, a diferencia de lo que pudiera pensarse, el señor X se siente tranquilo y hasta indiferente, como un espectador aburrido de la película de su propia vida.

Para el señor X vagan los días, se arrastran las horas, se suceden los meses y se diluyen los años entre los sedimentos de su memoria; y asiste a todo un poco confundido, viendo como se consume en su deambular errante por el tiempo que le queda.
Pero están sus recuerdos. Le quedan sus recuerdos. Ahora ejercita desde el sillón su memoria por prescripción médica, para retrasar el olvido. Parece ser que es posible retrasar lo inevitable. Todavía se ducha, se afeita y se viste solo, y come sin mucho apetito lo que le cocina la señora Y, que le visita todos los días -menos los domingos- un par de horas y le hace algo de compañía.

Una mañana, sentado en su sillón al abrigo de la memoria, el señor X se estremece por el contacto de un sentimiento que creía olvidado. Le da vueltas, indeciso, y la memoria le abre la puerta a nuevos recuerdos, nuevas imágenes, nuevas sensaciones que creía ahogadas. Piensa en los pasados cerrados que no se atrevió a vivir y un destello se refleja en sus ojos. El señor X se incorpora decidido, se viste, se enfunda en su abrigo y sale a la mañana del invierno.

En las calles vacías, se agitan los árboles por el viento y se acumula la nieve en las aceras. Se escucha el chasquido de los semáforos cuando parpadean y cambian de color. Camina, camina despacio el señor X. De algún lugar se escucha la melodía de un acordeón que reverbera en los escaparates, se eleva y se esparce a lo largo de la calle desierta.

El semáforo se pone en rojo. El señor X se detiene y espera. No hay coches y tampoco hay personas. Los copos de nieve revolotean y giran en todas direcciones, posándose en su abrigo, en la montura de sus gafas y en sus guantes. Chac, Chac.., Chac, Chac, parpadea el hombrecito rojo y se ilumina el verde. El acordeón calla de nuevo y la ciudad queda suspendida en el silencio. El señor X se acurruca en su abrigo y contempla el blanco de las calles antes de decidirse a cruzar.

Al señor X le estremece de placer que la nieve cruja bajo sus pasos. Lo ha descubierto ahora. De pronto, se siente más ligero y joven, la sangre se le arremolina dentro como en otros tiempos. En la esquina, donde se cruzan las calles y se encuentran los vientos, tiemblan las flores en los tiestos de un puesto ambulante. El señor X se detiene. Las mira. Toma una rosa roja. Una lágrima perpetua resbala por un pétalo fresco y terso. Él sonríe. No con la boca, que hace frío. Sonríe con el alma.

Al final llega a un portal que asoma de la piedra de un solemne edificio. El señor X se detiene para escuchar el viento que tan pronto le envuelve como se altera y lo sacude: sopla, “sopla como late mi corazón” piensa el señor X, y siente un abismo de vértigo en el estómago que se abate contra su pecho y le hace sentir calambres. Se hace vapor una sonrisa que se le desenreda y brota del corazón. Se sorbe los mocos y por fin toma valor y toca el timbre.

La espera se hace larga. Vuelve el silencio del viento, que se desliza sobre la piedra del edificio como una palma abierta acariciándolo todo en su frenético recorrido de amor. El viento, como una caricia. Al señor X le da un vuelco el corazón, evocando otro tiempo, otras manos. Se escucha un ruidito eléctrico. Abre la puerta y sube. Sube unas escaleras tantas veces subidas. Pero de eso hace mucho tiempo.



“No, ya no está” dicen despacio unos labios rojos que se mueven, se abren y se pliegan en un tiempo indefinido, ralentizado, quieto. Él no acabade comprender. Los ojos de la joven contemplan muy abiertos al señor X: un señor muy viejo con una rosa roja en la mano y una sonrisa triste en el alma. Brillan todavía sus ojos detrás de las gafas. Los ojos de ella se posan en ellos y se lo dicen todo: “ya no está”, le dicen.

Ya no está-. De camino a casa, el semáforo en rojo parpadea, el chasquido rasga el viento, la quietud, la paz, el silencio -chac chac-, el hombre conserva la rosa roja que era para ella, se la lleva al pecho, cierra los ojos -chac chac-, el semáforo se apaga, se calla.

Brilla el hombrecito verde y regresa el tiempo. El señor X camina.

Camina con sus recuerdos.