sábado, 11 de octubre de 2008

Retrato de YO. SEGUNDA PARTE.

"Soñaba con el trabajo. En mis peores pesadillas, recuerdo que los cocineros entraban repentinamente en mi habitación, interrumpiendo mi sueño con cacerolas, sartenes y platos sucios que depositaban en el escritorio, mientras mi mirada incrédula seguía sus movimientos desde la cama, contemplando la montaña de instrumental de cocina que se iba acumulando en el trasiego de personas que entraban y salían sin mirarme, y a las que yo trataba de explicar, erguido y suplicante, en un hilo de voz, que estaba descansando, que me tocaba descansar, que ya había limpiado mucho ese día. Ahora me divierte recordarlo. Por aquel entonces, sin embargo, recuerdo que me despertaba sobresaltado, sudado y jadeante en medio de la soledad de la noche."

...

Y luego tuve que luchar. Luchar por conseguir el respeto, ya que soy un animal orgulloso. “Que lo limpie el nuevo”, fue una frase bastante recurrente.
La primera vez que lo escuché, al otro lado de la cocina, fue como una patada en la entrepierna o, para ser más finos, como si el blindaje de mi corazón se resquebrajara como una cáscara de huevo, derramando su contenido. Fue salir del sueño, y hundirse en la realidad. Ése mismo compañero me había dicho, aquella misma mañana, en un inglés todavía peor que el mío, que contase con él para todo, que me ayudaría y me enseñaría todos los secretos de la cocina. Cuando me dijo aquello, con aquella gran sonrisa, una ola de gratitud me sacudió el cuerpo.
Cuando alcancé escuchar aquello que no debía escuchar, y conseguí asimilarlo, llegué a perder la fe en toda la humanidad. No volví a sonreír aquel día.

Paradójicamente, con el tiempo, fue una de las personas de las que más aprendí. Constituía, de hecho, el modelo de persona que yo no quería llegar a ser. Pero no era un enemigo. Lo que nos diferenciaba era solo una cosa: yo estaba en aquella cocina porque quería, y él arrastraba consigo la amargura de una vida que detestaba, y que le era impuesta. La sombra de la pobreza le acechaba en su natal Hungría, y sus aspiraciones -un día me contó- que en realidad estaban salpicadas de hermosa fantasía y de una inocente voluntad de hacer el bien (como las de muchas personas, incluido yo), se vieron truncadas por la falta de recursos para la educación, y por una serie de acontecimientos que le llevaron a la vida que ahora llevaba. Tenía veintitrés años, y la vida le había derrotado. Y esa derrota asumida era el foco que proyectaba en los demás, simples sombras de su propia infelicidad, de sus miserias y sus frustraciones. Cuando comprendí todo esto, sentí bastante pena por él, y a veces le dejaba que me engañase con sus sonrisas y sus palabras amables, e incluso me sorprendía a mí mismo sintiendo una cierta simpatía por él cuando lo hacia. Porque me daba igual; una capa impermeable hacía que sus traiciones resbalasen como resbala el agua sobre el cristal.
Además me temía, porque yo le escuchaba, y comprendía.

Mis principios fueron así. Mis peripecias por la cocina, mis errores y mis despistes, estaban seguidos de reproches en las miradas de algunos de mis compañeros, quienes hacían gestos despectivos, casi imperceptibles, o se buscaban con las miradas, para censurarme por lo que hacía y lo que dejaba de hacer. Mi lentitud a la hora de fregar el suelo, o de limpiar cacerolas, suponía un mayor trabajo para ellos. Al poco tiempo, me hice con la dinámica del trabajo, y establecí amistad con algunos cocineros y camareros. Mi confianza en mi mismo crecía.
El entorno, antes hostil, de la cocina empezaba a hacerse familiar, y me movía más seguro. Yo era un muchacho que trataba de sonreír, ser amable, cortés y solícito, pero no tardé en darme cuenta de que así no conseguiría el respeto. Daba igual que hiciese bien o mal las cosas. Ciertos compañeros no aprobaban ninguna de mis acciones, porque era el nuevo. Pude ver que había personas que hacían las cosas peor que yo, pero a las que nadie decía nada, por vieja camaradería u otros motivos.

Es curioso. Ese respeto que buscaba con tanto afán me produce curiosidad. Quizá sea una impronta grabada en los genes, herencia de nuestros antepasados tribales. El macho que se debe hacer respetar en el clan, su orgullo y sus otros trazos primitivos. Eso es lo que somos, cuando escapamos de la fría razón y tenemos el privilegio de vernos desnudos. En mi caso, mi sentido natural y mi sensibilidad hacia las miradas, los gestos, y las actitudes humanas, me hace ser un demandante ávido de respeto; del noble respeto que nace libre, no inspirado por el temor, ni por la jerarquía, ni por las circunstancias.

Los torbellinos de la adolescencia, de cuya crueldad yo no era solo mero espectador, me llevaba a bajar la mirada y a hacer bajar la mirada a otras personas. Ahora -aún siendo todavía un poco adolescente- no podría vivir siendo yo, si alguien tuviese que hacerlo por mi culpa. Es una de las cosas que satisface mi natural egoísmo; pensar en esa vaga noción autocomplaciente de que soy una “buena persona”.

Quizá la racionalización de ésta verdad oculta creció de forma contundente en mí cuando conocí al segundo jefe de cocina. Pocas personas me han impresionado tanto, y a pocas personas he tratado de imitar con tanto afán.
Decir esto a estas alturas equivale a proclamar que uno no tiene personalidad. O eso creen algunos, sobre todo a estas edades tormentosas, donde uno sigue moldeando y perfilando su propia identidad en un afán desesperado por desmarcarse de las masas que hacen de nosotros meras sombras de marionetas reflejadas en la pared, y simples ecos de actos y pensamientos ya actuados y pensados.

Mi experiencia –que es breve a causa de mi edad- me ha aportado un dato revelador: quienes creen ser especiales, son precisamente aquellos iluminados que toman conciencia de su vulgaridad, de su absoluta dependencia de la manada. Luego se engañan y engañan a los demás, porque saben que vivir sus reglas equivale a vivir al margen de lo establecido, y no están dispuestos a perder la aceptación y los privilegios de ser como se debe ser, en favor de ser simple y llanamente quienes quieren ser.

Que no se entienda aquí que hay crítica alguna hacia éste perfil de personas: es algo muy humano. Humano como la crítica fácil, tan extendida, que no consiste más que en intentar recortar libertades en otros con el uso de la palabra, para acabar encerrado uno mismo en los límites de su propia creación, de su propio cerco. Por regla general, quienes más critican, quienes más censuran, son los más susceptibles a sentirse censurados, y por ello no pueden ser libres, y por lo mismo no dejarán nunca que otros sean libres: tratarán de atrapar al espíritu libre y humano, bellamente subjetivo, en una red de palabras tejidas con hilo que pretende ser símbolo de la Objetividad y fuente de la Verdad, espejismos ambos ajenos del todo a los asuntos humanos, ajenos a ellos mismos.

Volviendo al tema, y tratando de no mezclar ideas como estoy haciendo, simplemente decir que yo también me siento especial, porque yo también soy humano, pero no idiota, y sé que ni mis camisetas cortadas, ni mis escritos, ni mis viajes solitarios me hacen especial. También discrepo con aquellos que, sintiéndose muy especiales, tienen el valor de afirmar que las vidas que no son vividas no merecen ser vividas, porque ello tiene el reconocimiento implícito de que su propia vida está siendo vivida de una forma más correcta y real que el acusado de no vivir esa otra vida; y yo me pregunto por qué se echan encima ese papel de justicieros de la vida y sus manifestaciones. Si quieren exportar su forma de vivir la vida porque se conmueven leyendo poesía o viendo amaneceres, o porque se enamoran y viven intensamente la vida, yo siempre estaré abierto a aprender de ellos, de sus actos y de sus palabras, pero no de sus definiciones académicas.




……….continuará
Joder. Estoy espeso y no consigo hilar los temas.
Seguiré con lo del segundo jefe de cocina- el modelo a seguir.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Más, más quiero saber más...
Y aunque me hubieras hablado de todo ésto, quizá por escrito me impresiona más.

Anónimo dijo...

¿cuándo seguirás pitxurrín?

Anónimo dijo...

“Mi experiencia –que es breve a causa de mi edad- me ha aportado un dato revelador: quienes creen ser especiales, son precisamente aquellos iluminados que toman conciencia de su vulgaridad, de su absoluta dependencia de la manada. Luego se engañan y engañan a los demás, porque saben que vivir sus reglas equivale a vivir al margen de lo establecido, y no están dispuestos a perder la aceptación y los privilegios de ser como se debe ser, en favor de ser simple y llanamente quienes quieren ser.”

Una idea muy sabia sin duda alguna. De hecho, me ha chocado, que alguien como tu, que yo tomo como especial, sea capaz de llevar este pensamiento a cabo (llevarlo al papel, para ser mas exactos).
Estoy totalmente de acuerdo, aunque más abajo comentas la crítica fácil.
La crítica fácil, no es más que un ensayo precario en el crecimiento del alma, pasos iniciales para forjar nuestra madurez.
Todos, con dos dedos de frente, admitimos criticar lo que nos rodea. Es un hecho instintivo. Y como as escrito, es un acto para sobresalir de la “manada”.
Es como cuando un niño, sonríe sin saber lo que esto significa en nuestro lenguaje “no verbal”.
Son nuestros instintos mas precarios, a la hora de crear nuestro sino. Pero siempre y cuando nos vemos capacitados para ello. El que critica, y sobre todo, parte de su propia crítica; es un ser humano dispuesto a hacer un cambio, a salir de lo que ha sido hasta este punto de inflexión. (Aunque sea invisible para todos nuestros ojos).
Discrepo de muchas críticas también. Muchas de ellas no son más que meramente estéticas. Una estética, que todos buscamos. Porque de este modo pensamos desmarcarnos de “la gente”.
Una crítica es estética, porque cuando sale de nuestra boca, es con afán de cambiar algo, o simplemente, de intentar hacernos un hueco.
Y tristemente, la estética es la que nos describe.
Sé a que te refieres cuando dices que el que más critica, es vulnerable a su vez.
Estoy de acuerdo que así sea en muchos casos, pero en mi caso ( y soy muy dado a la crítica) es un acto instintivo de no poder cerrar la boca. Soy un bocazas.
No quiero criticar para imponer mi propia doctrina(cosa que muchos hacen).Pero no me siento vulnerable en ese sentido, lo hago con un afán de cambio.
Y quizá en lo más remoto de mi ser, sea un afán de mi propio cambio.
Jon Koldo

Anónimo dijo...

mierda!"creo" que no queda muy claro lo que quiero decir. Ya te lo esplicaré, un día, al calor de la chimenea comiendo castañas.

Respecto a lo escrito, la primera parte de este retrato, es la que más me a gustado.
Y me da mucha envidia, ver como puedes esplicar hasta el mas mínimo recoveco de tus pensamientos,cabronazo.
Yo no soy capaz, como as podido comprobar.
Me han gustado mucho, y son fáciles de entender.Sigue así.
Jon Koldo

Anónimo dijo...

explicar*

Anónimo dijo...

No nos cuentes tus mierdas puto friki