miércoles, 8 de diciembre de 2010

Atardece

Atardece. Te sientas junto a la ventana y te apoyas en el marco para mirar la tarde. Paseas la mirada por la calle. Está vacía, tranquila, silenciosa. Las carrocerías de los autos estacionados reflejan los últimos brillos del sol. Recorre la brisa tu rostro y, allá abajo, mece suavemente los arbolitos de las aceras, las bolsas de plástico, la porquería.

El cielo se tiñe de ocaso lentamente, y unas pocas nubes avanzan lentas, espesas, perezosas, bañadas de costado por el sol en colores de bronce y de algodón rosa, con sombras y abismos en sus pliegues de un azul oceánico y profundo.

Escuchas los sonidos amortiguados de las casas, los pasos remotos en otras calles, el murmullo de un motor que arranca en la lejanía, el ritmo de la salsa sonando en una emisora remota. La brisa es cálida y la ciudad se extiende en el horizonte, allá sobre las laderas, recortada en la lejanía. En el extremo de la calle, dos hombres sentados sobre cajas de plástico, beben cerveza y charlan en mangas de camisa. Llegan, con las rachas del viento cálido, las palabras muertas de su conversación.

Sientes la calma y te quedas mirando. Miras para que no termine el día, para que no muera el momento, para que no se mude y transite la belleza del atardecer.

Y lloras. Te sorprendes llorando.

Lloras porque no comprendes tanta belleza, porque te parece efímera y te parece cruel, y quieres gritar al mundo que detenga este momento, que exprima de tu cuerpo la vida que se te desborda por los costados.

Lloras porque no comprendes que haces aquí, en este absurdo rincón del mundo y del azar, siendo testigo anónimo de la terrible belleza de la vida.

Lloras porque el nudo en la garganta te devuelve al recuerdo de otras emociones, de otras experiencias, y vuelves atrás y te ves ahí, tan solo, tan desamparado, asomado discretamente por la ventana mientras tus lágrimas resbalan y cierras los ojos para atrapar el instante, para grabarlo en ti y encadenarlo a tu memoria viva.

Lloras de impotencia, porque estás sintiendo el secreto de la vida pero no encuentras palabras que den sentido a lo que ves, a lo que escuchas, a todo lo que te embriaga de sensaciones.

Lloras porque te gustaría ser héroe y artista, y retratarlo todo, y hacerlo eterno y eternizarte en ello.

Lloras porque el instante inevitablemente se escapa, y sabes que al final expirará la tarde y caerá la noche, girando con ella de nuevo el minutero del reloj, el calendario de pared, los años de la vida.

Lloras porque no sabes por qué lloras,

Lloras porque no tienes motivos para llorar.

Lloras porque sí tienes motivos para llorar.

Lloras porque te gustaría arrimar a tu lado una silla vacía, y sentir su mano deslizarse junto a la tuya.
Y lloras, definitivamente lloras, porque te gustaría contarle despacito todo lo que has sentido en este instante, y porque imaginas que ella sonríe y escucha
lo que nunca le vas a contar.

1 comentario:

Paula dijo...

Las calles grisáceas tan oscuras como el cielo,el mal de altura confundiendo tus sentidos, automóviles tuneados pasados de moda, bachata inundando las calles de cristales rotos y letreros fosforitos..
El tráfico dejando su estela de humo en tus pupilas, la terraza de atardeceres ambientada con ruido de aviones a punto de aterrizar..o despegar.