miércoles, 15 de diciembre de 2010

Un día cualquiera

08:00 Me levanto temprano. La luz se desparrama difusa por la habitación. En realidad no me levanto inmediatamente. Apago el despertador y me quedo remoloneando en la cama un rato. Es una sensación maravillosa, aunque quede un poco cursi decirlo así. Deslizas el rostro por la almohada, deslizas las manos por las sábanas –oasis de blancura tersa y agradable-, paladeas la satisfacción, el calorcito del cuerpo, la frescura de la mañana en la cara, un ratito más, solo un rato más, y piensas en los sueños de la noche: sueños agradables, interesantes incluso, llenos de colorido y anécdotas que ya he olvidado, no exentos de algún que otro momento erótico y emocionante. Ah, qué hermosa mañana, la próxima vez juro que escribiré mis sueños. Hoy me da pereza. A veces, sin embargo, tienes las mejores ideas, o las ideas más curiosas, precisamente en estas horas del día.

09:00 Me levanto de verdad. Ya estás aburrido y, además, en estas latitudes del mundo, a estas horas de la mañana, el sol ya está en lo alto del cielo, volcando con inclemencia sus rayos, recortando a machete las sombras. Lo bueno es que, al estar en los Andes, la temperatura a la sombra o en casa nunca deja de ser fresca y agradable. Alguien dijo que aquí reinaba la eterna primavera. Nunca un comentario me pareció más acertado.

Hoy no vas a clase. No hay clase. Bueno, creo que decir “no hay clase” es la manera de abordar el asunto más adecuada para mi conciencia. Aunque no es que yo sea, precisamente, de los que faltan a clase y les come los remordimientos. Desde pequeño me ha gustado fingir cualquier enfermedad para quedarme en casa sin hacer nada, y contemplar a mis anchas los colores del mediodía, los olores de la casa y de la calle, la tranquilidad reinante, los programas infumables y tediosos de la televisión. Incluso me admiraba –y divertía- el sobrecogedor aburrimiento que flotaba en el ambiente y en la luz los días laborales, algo excepcional que jamás se podía repetir los fines de semana, y que uno estaba condenado a perderse en caso de asistir regularmente a clase.

Total, que sí había clase. Oficialmente, sí. Pero mis compañeros no iban a acudir. Ninguno de ellos. Resulta que tienen un taller profesional o algo así, (nunca me enteré muy bien de qué iba este taller), y la última vez que cometí la temeridad de asistir a clase sin el apoyo moral de mis compañeros, el profesor de turno, calvo, bajito y con cara de mascota feliz (al que por lo visto, he tenido la fortuna de caer simpático) me sometió a dos horas de anécdotas del periodismo y de su vida –más de lo segundo que de lo primero-, solos él y yo, en clase. Yo asentía con educación, e incluso me permitía la licencia de contarle, a su vez, mis experiencias, ideas y anécdotas. Pero el hombre tenía, tiene, la virtud de hacer aburrido cualquier relato, amén de no escuchar en absoluto a su interlocutor. Sorprendentemente, a medida que la conversación –quiero decir, el monólogo- avanzaba, el profesor, feliz de escucharse o de encontrar un auditorio que lo escuchase, empezó a contarme sus aventuras amorosas, sin duda contagiado por el ambiente de camaradería que se había establecido entre nosotros. Pasadas las dos horas, salí de clase como borracho, pero también feliz de retornar a mi preciado silencio. Pensé seriamente en la posibilidad de dejarlo todo, o por lo menos en la posibilidad de dejar la universidad, y hacerme asceta (como Siddharta).

Siempre me enredo con cosas que no quiero contar. El asunto es que, por lo que a mí respecta, no hay clase, eso piensas, así que te incorporas, abres la ventana –que da a un muro gris, mohíno y desconchado bastante feo- y te despedazas y bostezas. Sientes la brisa. Ante ti se despliega la fantástica perspectiva de todo un día ocioso por delante, perfecto para dedicarte a tus ensoñaciones burguesas y pasear, leer, escribir, y todas esas cosas que hacían los románticos.

Es cierto: a diferencia de algunos amigos, que son capaces de estar a cien cosas a la vez, tú, ante una agenda apretada y demasiado estructurada, empiezas a aturullarte, a perder la noción de las cosas, a vagar como una máquina: me vuelvo completamente idiota, vamos, como flotando en una neblina incierta y fugaz que me imposibilita agarrarme a algo y pensar o aclarar lo que hago, lo que quiero, lo que soy. Dicen que alguna gente se ocupa demasiado para no pensar ni sentirse sola. A ti te pasa todo lo contrario: necesitas estar solo para no sentirte solo. Pero no demasiado, claro, que si no te aburres. Creo que fue Gabriel García Márquez el que dijo que la soledad es hermosa, siempre y cuando sea voluntaria.

(No sabes tocar el piano. No sabes practicar bien ningún deporte o arte marcial. No sabes muchos idiomas. En realidad no sabes nada y no eres bueno en nada. Y sin embargo, padre, madre, ¡gracias por no haberme explotado con extraescolares! Ahora soy un hombre, o adolescente, o lo que sea que uno es con veintiún años, más o menos normal, más o menos racional y razonable, dentro de los límites aceptables de la cordura, y no me drogo (iba a añadir demasiado), y voy a clases que no me interesan demasiado, y hago, en definitiva, lo que hace todo hijo de vecino de la clase media. ¡Padres del mundo, vean cómo SÍ es posible que un hijo crezca sin extraescolares y con alguna tarde libre de vez en cuando, vean cómo también pueden salir hijos de provecho, a vuestra imagen y semejanza, sin desbordarles la agenda con actividades beneficiosas para el futuro!)

1 comentario:

amaia dijo...

bonito blog!(nose si bonito es lo que estas esperando de la critica...)te animo a que sigas relatando tu ecuador!!