miércoles, 15 de diciembre de 2010

Un día cualquiera 2

09:30 Desayunas tranquilamente. Tortilla francesa, dos tostadas, café con leche y, lo más exótico, jugo (zumo) de papaya y moras. Cuando vuelvas, cuando regresas a tu lugar, sabes que echarás de menos los jugos tropicales. Masticas despacio mientras miras por la ventana; fuera, nada interesante: coches transitando en todas direcciones –son unos seis carriles-, bocinazos, gente con prisa, volutas de humo negro vomitadas por los buses viejos y, a lo lejos, la ciudad encaramándose a las lomas y, más allá, las montañas, altas, verdes y brillantes bajo el sol. Una mañana alegre.

10:15 Te duchas. (Nada relevante que comentar al respecto).

10: 30 Te instalas en el salón, en el escritorio del salón para ser más exactos, porque hay buena luz –la luz es siempre importante, con ella muda mi estado de ánimo y mis ganas de leer-, y porque hay plantas verdes, robustas y sanas diseminadas por la estancia –lo que me alegra mucho-, y porque no hace ni frío ni calor, y porque, en líneas generales, se satisfacen todas las demandas que imponen mis manías a la hora de leer, escribir o estudiar.

No me gusta quedarme solo en la habitación. La luz no es adecuada y las vistas a la pared gris y desconchada que mencioné más arriba, me dejan algo inquieto, como si estuviese perdiendo el tiempo en mi escritorio sin averiguar las maravillas que me depara la vida al otro lado del muro. Me imagino que para un berlinés que viviese antes de la caída del muro (de Berlín) y viviese cerca del muro, de cualquiera de las dos partes del muro, la vida tendría que ser una putada, aunque no quisiera pasarse al otro lado: sin poder caminar libremente más allá de una pared, sin poder satisfacer su curiosidad y sentir cómo era la vida tras esa barrera de cemento hostil. Lo peor, sin duda, piensas que sería asomarte cada día por la ventana de un décimo (o vigésimo, da igual) piso ubicado junto a la muralla, y ver a las personas del otro lado (las del fascinante mundo capitalista o las del sobrio y sombrío mundo comunista), como hormiguitas recorreteando las calles, sin poder ser-con-ellas pisando el mismo suelo, condenado a mirar de lejos lo que ves todos los días.

Te gusta que la señora con la que vives deambule de vez en cuando por el salón, de tránsito a la cocina o regando las plantas. Te hace sentir en compañía. No te gusta que se demore demasiado tiempo revoloteando en torno a las plantas, ni que te hable demasiado. Afortunadamente, no hace nunca ninguna de las dos cosas, así que quizá sea exagerado eso de que “no te gusta”: para que algo no te guste tienes que vivir la experiencia de que, efectivamente, ése algo no te gusta.


Brillante deducción. En fin, si llegan visitas a la casa, sencillamente huyo a mi cuarto. Por lo demás, me gusta que pase la señora, o la empleada doméstica, o la nieta de la señora, o la “gringuita” que arrienda una habitación como yo, e intercambiar con ellos una sucesión de palabras corteses y amables -“buenos días, qué tal, cómo te ha ido, ¿todo bien?, todo bien ¿y tú?, aquí, leyendo un rato, bueno, sí, te dejo leer”, o, en el caso de la señora, “Juusu, cómo le fue. Regio ah, estudiando. Ya le voy a decir a su mamá cuando llame. Siga, siga nomás sus tareas”- antes de entregarme de nuevo a la lectura. Probablemente piensen que hago cosas relacionadas con la universidad y periodismo. Ojala fuese cierto.

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