jueves, 16 de diciembre de 2010

Un día cualquiera 3

12:00 En la cocina, conversas un rato con la señora, otro rato con la nieta, otro rato con Mariana (te parece feo eso de decir “empleada doméstica”; ayer te diste cuenta, para tú sorpresa, de que no sabías mencionar su oficio. Estabas contándole a alguien una anécdota ocurrida en casa, y de repente te quedaste mudo; por fin, tras mucho pensarlo -para asombro y expectativa del interlocutor, que no sabía descifrar el silencio-, te vino a la cabeza el término. “¡Asistenta!”, dices. Ése alguien, con cara de alivio, te responde entonces: “también se dice empleada doméstica”. Por diferentes razones, entre ellas el hecho de que “asistenta” suena a “asistenta social”, decidí, en adelante, hacer mío el término).

12:30 La conversación languidece: la nieta se ha marchado, Mariana se ha marchado (a otra estancia). A solas con la señora, no tienes mucho que decir. En realidad, te entiende la mitad de lo que dices, y esto se pone especialmente en evidencia cuando os quedáis a solas. Te apetece salir a la calle, dar una vuelta, tomar un bus hacia algún lado.

La conversación es el mejor invento del ser humano, piensas. Con un codo sobre la mesa, la cabeza apoyada en la palma, los dedos jugueteando con el borde del vaso, te quedas absorto contemplando a la señora. Ella también está perdida en sus recuerdos, dando toquecitos con una cuchara sobre la mesa. Te gustan los pactos del silencio que tienes con ella. Tiene ochenta años, por si no lo he dicho. Es una extraña comunión, una especie de rito donde sobra el danzar absurdo de las palabras emitidas sin razón. El hablar por hablar. Recuerdo, súbitamente, una frase que me hizo reír a carcajadas, que leí en algún lugar y que se supone que dijo Manuel Azaña: “si en España, cada persona hablase de lo que sabe y solo de lo que sabe, se crearía un gran silencio nacional que podríamos aprovechar para estudiar.”

Era algo así. Recordándolo, no puedo reprimir la risa. La señora alza la vista y, de pronto, se da cuenta de que existo. Se ríe también. En realidad le hace gracia todo lo que hago o digo. Aunque no tenga sentido, como ahora. Me ve como un raro espécimen llegado de otro mundo, dotado de un hablar y un acento –de cé y zetas- bastante raro y chistoso. Sobre todo, creo que le hace gracia mi asombro y mis extrañas observaciones y preguntas sobre las cosas más elementales de la vida del país y de sus gentes.

Antes de salir, pienso un poco en todo esto: te das cuenta, como por casualidad, de que eres, en todo lo que haces (en la universidad, en teatro, en clases de salsa…) la única persona con el título de extranjero. No me incomoda en absoluto. Es más, la gente te trata con más consideración e interés, me atrevería a decir. Además, en cosas relacionadas con la universidad, tengo que reconocerlo, me aprovecho bastante –¡Oh, no sabía…en mi universidad es diferente…¡Ah, que curioso!...¿aquí no funciona así?-...vamos, que me hago el loco con total impunidad para que la balanza me sea favorable. A veces, sin embargo, ocurre que me armo de toda mi seriedad para hablar sobre algo que considero importante e interesante (esos momentos de lucidez a veces pedante que tarde o temprano se ven en la obligación de soportar estoicamente los amigos), y el público, fundamentalmente cuando el público es femenino, comenta como conclusión a toda mi retórica: ¡qué lindo! …En estos casos, pienso en el furby de mi infancia –la mascota endemoniada que abría y cerraba los párpados y el pico, que se supone que aprendía a hablar (yo nunca lo conseguí)-, o en mi perrito Blues. Lindo, pienso…soy como una mascota. Bueno, por lo menos es algo.

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