martes, 3 de julio de 2007

La habitación del deseo

Cuentan los ancianos que el mundo, entrado el siglo XXI, se sumió en el caos más absoluto a consecuencia de una nueva depresión económica que se extendió hasta los rincones más recónditos de la tierra. El ser humano, antaño arrogante y altivo y ahora sin recursos y asustado, fue presa entonces de las pandemias más devastadoras, y apenas si sobrevivió un cuarto de la población, que comenzó, fiel a su naturaleza perdida, a vivir en comunidades aisladas dónde los trabajos se realizaban artesanalmente, dónde se vivía en armonía con la naturaleza, dónde no se tenía noticia de todo aquello que ocurriese no ya allende los mares, sino al otro lado de las montañas. Décadas y décadas se sucedieron sumiendo los vestigios de las civilizaciones en un inexorable olvido, mientras el ser humano comenzaba a trazar nuevos pasos en su Historia en el seno de las montañas, en los bosques, en las selvas, en los desiertos, ajenos a las ruinas de las grandes ciudades que todavía se erguían a la espera de ser engullidas por la desbordante naturaleza. Comenzó así una etapa desenfrenada pues las generaciones supervivientes de la catástrofe albergaban muchos conocimientos que trasmitieron a las nuevas generaciones y que, si bien al principio carecieron de sentido por tratarse de un saber especializado en ramas de ramas, en un saber de minucias, en un conocimiento arcaico e inútil para la nueva situación rudimentaria de las gentes, contribuyó a una evolución del pensamiento y de las formas de organización social, y con ello, a obviar el abismo existente entre la prehistoria y la sociedad globalizada del siglo XXI de un salto. Y así, sin más, ingenieros, economistas, científicos, especialistas, quienes abogaban todavía por la Ciencia y la Razón se sorprendieron así mismo dictando constituciones, escribiendo derechos, inventando banderas y trazando fronteras en remotas comunidades pérdidas entre los árboles, obsesionados por otro lado en encontrar nuevas formas de progreso técnico, tratando de imitar todos los aparatos de sus antiguas vidas para que sus hijos y los hijos de sus hijos, conociesen el progreso. Entre tanto invento parece ser que todos los humanos incomunicados a lo largo y ancho del globo, sobre todo quienes estaban más empapados de antigua cultura occidental, tuvieron por máximo objetivo, con mayor o menor grado de éxito, el desarrollo de las comunicaciones: el contacto allende las montañas y los mares con otras culturas para satisfacción de los nostálgicos de un mundo globalizado.
Se disparó el mundo del disparate y el ser humano volvió a procrearse y las comunidades crecieron hasta entrar en contacto con otras, fundiéndose entre ellas a veces pacíficamente, y otras, por conquista. Nuevas naciones quedaron configuradas, cada vez más poderosas y extensas bajo la consigna de la homogeneización, y el gobierno se centralizó, y se llego al punto en que sólo hubo unas leyes para todos los habitantes del planeta, quienes comenzaron a poblar de nuevo ciudades y a cursar estudios avanzados y a tener fe en el Estado Único. Cuentan los ancianos, indagando en sus recuerdos, que el fanatismo se elevó hasta cotas absurdas. La ciencia era el auténtico paradigma, la nueva religión oficial que se había de seguir ciegamente. En efecto, los diferentes credos adoptaron coletillas en sus nombres que hacían mención a la Tecnología, al Progreso, al Estado Desarrollado, al Nuevo Sistema, y sólo cuando el mundo sucumbió de nuevo por la arrogancia de los humanos, quienes declararon una guerra absurda y orgullosa a unos seres pacíficos aunque potencialmente peligrosos que se hallaban de tránsito camino de galaxias ajenas, y las plagas se extendieron de nuevo exterminando las poblaciones, y el Sistema se sumió en la decadencia, se derribaron todos los credos, todos los ídolos y la vida en comunidad se rigió de nuevo, esta vez, bajo el estandarte del escepticismo, la prudencia y la reflexión pausada. Los restos de la población volvieron a cobijarse en la naturaleza, dándole un respiro, y se optó en la conciencia colectiva por constituir un nuevo ser humano desde cero, olvidando las creencias heredadas de los viejos. Esta vez la diferencia residía en el hecho de que los seres de otro planeta, en un repentino arrepentimiento por aplastar al extravagante ser humano, y conociendo su afán por las comunicaciones, instalaron en la Tierra antes de seguir su rumbo un complejo sistema de tecnología asombrosa e inverosímil que permitía la telepatía entre todos los seres humanos, por muchas barreras naturales que les separase. Así comenzó una nueva era en la que todo pasado era tabú, y las ciudades sinónimo de vergüenza, y las culturas y tradiciones un peso en la balanza de la culpabilidad, y por lo mismo, desde las selvas, desde los bosques y las montañas, desde los desiertos y las islas perdidas, el ser humano comunicado telepáticamente inició una nueva carrera, desarrollando los inventos más disparatados y menos prácticos que uno pudiere imaginar, desechando todas aquellas novedades similares a cualquier ocurrencia del pasado. Las mismas formas de organización social se alteraron en una búsqueda desesperada para paliar los recuerdos de una civilización destructiva, siendo habitual encontrar asentamientos humanos en las cimas de las montañas, en cavidades profundas bajo tierra, y también en construcciones impensables tendidas en las copas de los árboles como telas de araña, o a la deriva en los océanos como decorados flotantes, o en el hielo de los polos como intrincados laberintos. Se hizo pues, apología de todo lo pintoresco, y las filosofías y tendencias, y en general todo paso que se diese en alguna dirección, sacudía como las fichas de dominó el pensamiento de todas las gentes, quienes, de la noche a la mañana, aprendieron a preocuparse por personas que jamás conocieron ni conocerían por las trabas de la distancia, a congeniar y a forjar duraderas amistades con sombras lejanas, y también a enamorarse y a amar a espejismos que el azar jamás habría puesto en el mismo camino. En pocos años el mundo se lleno de viajeros que iban de aquí para allá ensimismados en sus sueños e ilusiones surcando las tierras y los mares. Humanos que buscaban otros seres humanos, y que dejaron de respirar y luchar por toda convicción, inquietud, ideal o interés que no fuese la compañía de ese otro ser afín y perfecto a sus necesidades. Fue entonces, apuntan los ancianos, cuando el caos promovido por el amor en todas sus formas se encontró con un caos aún mayor, esta vez promovido por el odio, y solo en aquel momento y en aquellas circunstancias los viajes cesaron, los viajeros retornaron, y sus pisadas fueron ocultadas bajo la exuberante naturaleza, y también bajo capas y más capas de olvido. Lo que no pudieron las adversidades del terreno, ni las remotas distancias, ni los bastos océanos, ni las inclemencias del tiempo lo pudo una nueva discrepancia que en cualquier otra época habría sido calificada de pequeñez, pues no escondía ningún interés, ningún beneficio, tampoco despertaba la codicia, ni abría el apetito al egoísmo. El devenir de la historia se trazaba por estos impulsos de la condición humana, y era motivo de las guerras del pasado, y en las nuevas conciencias comunicadas del siglo XXI no había cabida para los mismos. Estalló la guerra, aunque no se le llamó guerra, sino “discrepancia acerca de un asunto importante”, y la telepatía, que se supone salpicaba a todos por igual, fue el motivo y el origen de esta ruptura, pues alteró en unos y no en otros las bases universales del escepticismo y de una visión peculiar -análoga a filosofías de otro siglo- de un nuevo ser humano que jamás daba nada por sentado, que, simplemente, dudaba de todo y no creía en nada, mucho menos en sí mismo. Se trató de una nueva capacidad que al principio muy pocos adquirieron, pero que con el tiempo se extendió a exactamente la mitad de la población, que por entonces no era ni mucho menos numerosa, creando un abismo entre dos polos opuestos: quienes comenzaron a ver, y quienes nunca vieron. En efecto, la telepatía, aún hoy día no se sabe muy bien cómo, otorgó a unos una concepción del mundo diferente y basada en precedentes históricos. En un mar de sueños, en viajes que llevaban toda una vida, una nueva versión de la vida se interpuso, a caballo entre la fantasía y la realidad. La magia reinó en los corazones de unos pocos y sus pensamientos se trasmitieron encontrando cobijo en los corazones de otros muchos, y todos ellos construyeron un mundo de sueños donde todo era posible, donde los bosques cantaban y los polvos mágicos funcionaban, y las brujas, los duendes, las hadas, los príncipes y los dragones campaban por doquier susurrando al humano nuevos secretos, nuevas aventuras y pasadizos secretos, causando el repudio de quienes miraban y no veían nada de esto, y consideraban una forma de evasión de la realidad y de los problemas, y una vuelta a la Historia escrita.
Una vez más lo absurdo se hacia eco de los pasos del ser humano, que comenzó a agruparse en dos bandos, dividiéndose las comunidades, separándose las familias, interrumpiendo las aspiraciones de unos y las fantasías de otros, erigiéndose el odio como nunca lo hizo, pues destrozó las barreras que la amistad, el cariño y el amor había tejido, provocando la resignación y la impotencia de las amistades rotas, de los amores desenamorados, y de los sentimientos traicionados por formas opuestas e incasables de ver un mismo escenario bajo diferentes luces; escépticos y realistas contra idealistas de un mundo mágico y maravilloso, todos ellos antiguos amigos y amantes, y ahora separados por una lucha sin cuartel desencadenada por el amargo sabor del desentendimiento. Quienes una vez se pasaron las noches en vela conversando en el pensamiento, compartiendo vivencias y sonriendo a las estrellas desde diferentes puntos del globo, estallaron en tremendas discusiones, ya que donde los escépticos veían un instinto natural, los mágicos, como así dieron en llamarse, veían amor puro, y donde los unos veían amistades imperecederas, los otros veían una forma de congeniar; y así, los sueños de unos, que estaban empapados de magia, se truncaron y cayeron junto a los sueños de los otros, que sólo veían leyes de la naturaleza en movimiento. Si hubo época de mayor sufrimiento que esta no consta en los archivos, ni está registrado en la memoria de los más viejos, pues, pese a que los combates se desarrollaban sin armas, y los daños nunca fueron físicos, la llamada Gran Guerra Psicológica se convirtió en la guerra de todas las guerras, en el gran tormento, en el padecimiento silencioso, y no hubo que esperar demasiado para que los primeros corazones se marchitasen de soledad y abandono, y los primeros muertos, no pudiendo soportar la paradoja que la vida les planteaba, odiando a quienes secretamente seguían amando, dañando embrutecidamente a las personas que querían, siendo dañadas a su vez por las mismas, debatiéndose en el disparate, odiando al amor y amando al odio, sembrasen la tierra con la locura y con sus cuerpos ya sin vida. Y de no ser por un hecho insólito, añaden los ancianos mostrando sus primeras sonrisas ausentes de dentadura, seguramente habríamos asistido al principio del fin de las andaduras de los humanos en la tierra, ya que los tiempos fluían inmersos y concentrados única y exclusivamente en la guerra, arrastrando por la inercia a todo aquel con capacidad de amar y de sentir, pero dejando al margen a aquellos espíritus solitarios que no podían querer, ni amar, ni sentir, por circunstancias de la vida que habían esculpido sus corazones en roca, como el caso de un hombre que hasta dos veces conoció a la mujer de su vida gracias a un azar generoso y sin necesidad de telepatías, y hasta dos veces formó una familia, y hasta dos veces los reveses de la fortuna, las plagas y las guerras, le arrebataron todo, ahogándole en sufrimiento, rabia y dolor al primer embiste, y hundiéndole definitivamente cuando vio perecer a su segunda mujer y sus dos hijas por el ataque de los extraterrestres. Conocido simplemente como “el inventor” en todas las nuevas lenguas y códigos telepáticos, y siendo casi un anciano bicentenario, nadie pudo indagar en sus pensamientos, porque ya ni pensaba, y si seguía vivo es porque masticaba su infinito dolor y sufrimiento a golpe de martillo e indiferencia sobre sus inventos, que le llevaban noche y día, y que le permitían mantenerse ocupado para que la nostalgia de los recuerdos no le asaltase, para no pensar en nada y perder la conciencia de sí mismo, hasta el punto en que con el paso de los años dejó de albergar resentimiento o padecimiento alguno, y se volvió absolutamente impermeable a todo, incluso al paso del tiempo. Cierto amanecer, “el inventor”, viendo culminado el último de sus inventos, exhaló un débil suspiro cayendo de bruces sobre el interior de lo que parecía ser un enorme cajón de madera con una puerta, una ventana, una chimenea, y un catre en su interior. El invento de los inventos, la creación del siglo que llegaba a su fin, lo que posteriormente daría en llamarse “la habitación del deseo”, fue el producto de unas manos insensibles, de un anciano que perdió la vida sobre su creación desatando un torbellino de emociones escondidas, contenidas, con la fuerza de las tempestades, retorciendo la naturaleza sobre el punto en el que yacía, y cerniendo un torrente de viento y lluvia sobre los bosques circundantes, compartiendo con el entorno la fuerza encerrada en sí mismo que halló, por fin, liberación y respiro con el último aliento. Un alarido se materializó entonces, un alarido que fue escuchado hasta en los extremos más alejados de la Tierra y que causó la desbandada unánime de toda ave y la paralización de la guerra psicológica. Era un grito desgarrador, estremecedor, de dolor, de alivio, de sufrimiento, de paz. Era un grito que acumulaba todos los sentimientos humanos y que desató huracanes y maremotos, e hizo caer la máquina de telepatía que flotaba en el espacio como los antiguos satélites en una espiral envuelta en llamas sobre la habitación del deseo, causando una enorme explosión y una bola de fuego que dejó impreso un gran cráter en cuyo fondo se erguiría intacta, purificada, la estructura impregnada en un áurea de atracción y sensaciones: el gran cajón de madera, la habitación del deseo. Se proclamó una tregua no pactada y una fuerza mayor atrajo a todos los seres humanos, incluso a quienes se creían solos en este mundo, hacia el punto en que se había alzado el aullido, extinguido ahora en susurro permanente de la esencia humana, y así mágicos y escépticos, que todavía formaban dos grupos obstinados y en número par de efectivos, confluyeron en los sucesivos años desde los puntos más variados del mundo hacia un destino que empujaba sus voluntades, o bien bajo áureas de fantasía y aventuras asombrosas o en ámbitos de cruda curiosidad y peligros naturales que salvar, entregados sus pasos a un susurro que hacía vibrar a las mismas raíces de la tierra, sin saber bien el porqué, desconociendo el para qué.

Las sonrisas se convierten en carcajadas de júbilo, y las parejas de ancianitos, cogidas de la mano, se estrechan con más fuerza al recordar aquellos tiempos no menos disparatados que cualquier tiempo precedente, entre miradas traviesas y divertidas, de cariño mutuo y alegría por vivir juntos, evocando por primera vez momentos felices que tuvieron su origen a orillas de un cráter todavía humeante en sus memorias, que ahora evoca recuerdos tan intensos en mis entrevistados, quienes lloran de alegría, o comparten caricias cariñosas, demorándose sus respuestas a mis incesantes preguntas que tienen por objeto no otra cosa que la reconstrucción imparcial de la Nueva Historia Escrita, y que quedan plasmadas en una agendilla sobre la que garabateo a todo correr, sin querer perderme un solo instante de esta magia que poco o nada tiene de fantástico.

Cuentan los que siguen vivos aquí, frente a mí, y no han sido vencidos por el plácido sueño en brazos de sus amores, o sucumbido al ensimismamiento de sus propias vidas conjuntas, descartando también a quienes contemplan absortos horizontes de ensueño, rostro con rostro, apretujados entre sí. En definitiva, cuentan aquellos pocos que me hacen caso, que las reconciliaciones entre mágicos y realistas, -entre ellos mismos-, se produjo en el cráter bautizado como el Cráter de la Reconciliación, pues no hubo abrazo tantas veces evocado en la imaginación que se pudiese reprimir, ni sonrisa a la que pudiese hacer frente un odio ya olvidado y extinto, y así, quienes se querían como amigos compartieron sus experiencias allí mismo, y congeniaron de nuevo, cara a cara, olvidando por completo, o discutiendo alegremente, viejas diferencias, y quienes sintieron algo más en sus corazones se adentraron guiados por una necesidad irreprimible a la habitación del deseo para amarse y entregarse a los susurros y al anhelo todavía apremiante de las caricias y besos de amores que no entendían de edades, de sexos, ni de prejuicios, ni de roles o condicionamientos sociales, de amores que solo amaban incondicionalmente, a su manera, y que veían culminado su amor con un una lluvia de fuegos artificiales que salían disparados por la chimenea y que arrojaban luz sobre un nuevo campamento levantado por quienes continuaban llegando, o esperaban a que llegasen, alrededor del cráter; sobre un nuevo mundo de equilibrio donde la magia seguía hechizando sueños e ilusiones sin perderse en creencias disparatadas o despistes que indagasen más allá de la condición humana, evadiéndose del nuevo camino que quedaba por recorrer, de las cosas mal hechas que quedaban por resolver y que se emprenderían con ilusión una vez congregados todos en el Cráter de la Reconciliación.

…Pero que nadie se piense que asistimos, o que nos acercamos, a la consecución de la utopía humana, al final perfecto. El ser humano si algo fue y será es, fundamentalmente, ser humano, y puedo asegurar que el siguiente episodio estuvo marcado por la confrontación entre quienes encontraron lo que buscaban en aquella habitación, y ahora se encuentran frente a mí, y quienes esperaron muchos amaneceres pero nunca vieron llegar a sus viajeros particulares por los avatares, quisieron creer, de caminos peligrosos, siendo la esperanza perdida en mares de lagrimas y el rencor almacenado, grano a grano, hacia las vidas repletas y satisfechas de los “Con suerte”… Pero todo esto, que bien podría dar para un relato de proporciones gigantescas, es parte de una historia que no es la mía. Forma, en definitiva, parte de otra historia, con otro mensaje.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Puff...me has dejado con la boca abierta...no me extraña que te haya costado una semana terminarlo...el relato parece una pequeña novela de por si.

Me ha recordado en ciertos momentos a "Un mundo feliz"...y debo decirte que tienes una imaginación apabullante y algo innato a la hora de escribir.

El único pero que le pongo es la extensión...yo lo habría dividido en dos partes más que nada porque el relato tiene mucha chicha y sería una pena que quien lo lea no lo valore igual por culpa del tiempo...

En todo caso: Chapeau!