sábado, 18 de diciembre de 2010

Un día cualquiera 6

13:33 Te entra hambre. Por lo general, se come entre las 12.30 y las 14.00, y se cena pronto. A las siete. Un horario bastante británico. Encuentras un local. “Ricos almuerzos”, dice el letrero. Así que nada, entras. Compartes la mesa con un tipo que tiene la gorra calada hasta las cejas. En cierta ocasión, leí un texto de Antropología que decía que en cada cultura los individuos crecen aprendiendo una especie de círculo íntimo y vital donde desenvolverse corporalmente con comodidad. Si se traspasa esa especie de burbuja invisible, el individuo se siente avasallado, incómodo. Y la burbuja se expande o contrae dependiendo del lugar donde uno crece y vive. Cuando llegué a estas latitudes, compartir mesa con uno o varios desconocidos me resultaba algo inquietante. Molesto, me atrevería a decir. Sentía violado el círculo. “Bueno provecho, Gracias”, y te sientas a comer como si el otro no existiese, sin volver a abrir la boca, mirando el pequeño televisor colgado de la pared o a tu cuchara hundirse en la sopa. Luego te acostumbras. Mirando el local de paredes brillantes (¿de grasa?), con la televisión encendida y el ballenato sonando en la radio al mismo tiempo, las gente encogida sobre sus platos (si no agachas la cabeza, la sopa salpica en todas direcciones), súbitamente sientes una gran alegría en el estómago, y te sientes como en casa. Tiene un no sé qué popular, de sencillez, de autenticidad, de comunión con el pueblo. Te sientes uno más, no un extranjero. Me recuerda a un documental que vi sobre la guerra civil española, en la que los anarquistas –o comunistas, no me acuerdo bien- tomaban un hotel lujoso de Madrid, y lo convertían en comedor popular. Se veían mesas largas y campesinos y obreros comiendo en una estancia untuosa, con escalinatas alfombradas, columnas clásicas y fastuosas lámparas de araña colgando de la techumbre. Ahora te sientes un poco así, aunque a diferencia del documental –film en blanco y negro, saturado y granulado, personajes que se mueven en la pantalla con movimientos frenéticos y entrecortados- aquí reina otro ritmo, otro color. Otras sensaciones.

Sopa de choclo (de maíz) con yuca (una especie de tubérculo) y pata de res (un hueso que asoma como un iceberg de la superficie del líquido y que atenta, de paso, contra todas las normas de presentación y buen gusto de un plato), y de segundo seco de pollo (un diminuto muslito de pollo en salsa, unas cuatro hojas de lechuga y un montoncito de arroz blanco que, en realidad, ocupa casi todo el plato). En la mesa siempre hay (y si no lo pides) un cuenquito con ají, una especie de salsa de picante para acompañar los platos, especialmente el arroz, que se sirve así, tal cual, a pelo, y que se come tanto en el almuerzo como en la merienda (es decir, la cena): que se come siempre, vamos, hasta la desesperación y el llanto. Todo ello acompañado de un vaso de jugo. Lo pruebas, lo paladeas. Ni idea. No tienes ni la más remota idea de la fruta o frutas con las que está hecho. Alguna tropical, imagino.

Se suma a la mesa otro comensal, “buen provecho, gracias”, reordenamos los platos para caber todos. Piensas en la teoría del espacio vital (no en el sentido que le daban los nazis). En el sur de Italia, por ejemplo, los hombres se dan dos besos, te hablan bastante cerca y muestran cierta tendencia a tocarte mientras hablan. En Marruecos, por poner otro caso, la homosexualidad es un tabú, pero eso no quita para que los hombres caminen de la mano o entrelazados con los brazos sobre los hombros de su amigo. Son, sencillamente, cariñosos. Los nórdicos y anglosajones en general, se dan la mano y necesitan de un espacio circular más amplio que, a menudo, sienten violado o rebasado por latinos y mediterráneos. En cierta ocasión, tuve la oportunidad de conocer a una alemana. Ella extendió su mano y yo me lancé –quizá con demasiado ímpetu- a darle dos besos. Se envaró rígida hacia atrás, con la mano todavía tiesa y extendida –que me clavo en el estómago-, asustada ante mi insólita e impredecible conducta. A partir de entonces me surgió un conflicto que no pude resolver a la hora de conocer más alemanas: temía asustarlas, y acababa haciendo los saludos más extravagantes.

Eso te ocurre aquí también, piensas. Al menos, cuando aterrizaste, los primeros días. Es costumbre darse un solo beso con las mujeres, creo que en el papo izquierdo. O derecho, en realidad no recuerdo. Al principio mi segundo beso quedaba descolgado en el aire, porque ellas, ya satisfechas del saludo mono-beso, retiraban el rostro, y todavía les quedaba tiempo para contemplar las curiosas maniobras que efectuaba yo con el mío. “Es que allí se dan dos besos”, me limitaba a decir con sonrisa estúpida.

Entre los varones jóvenes, sin embargo, todavía no he solucionado el conflicto. Resulta que es muy común saludarse haciendo el amago del apretón de manos, pero sin llegar a estréchalas, sino deslizando las palmas y dándose un golpecito, puño con puño. No se si me explico. A mí, por supuesto, me horrorizaba esta práctica incomprensible que parecía sacada de una película hollywoodiense sobre pandilleros del Bronx. Paulatinamente, me fui acostumbrando a su saludo mientras ellos se acostumbraban al mío. Me explico, en un principio ellos me tendían la mano, y antes de poder deslizarla sobre mi palma y retirarla, yo les apresaba con la mía (pues ignoraba todo acerca de los saludos del Bronx). Recuerdo que pensaba: qué raro, dan apretones de manos blandos, parecen manos de trapo. Con el tiempo, la costumbre hizo que los que me conocían aprendiesen mi manera, al mismo tiempo que yo intentaba la suya, en un afán por integrarme plenamente a los usos y costumbres del país de acogida, y entonces ocurría exactamente lo contrario. Total, que mis saludos con la gente siguen siendo confusos.

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