sábado, 18 de diciembre de 2010

Un día cualquiera 7

14:05 Terminas el almuerzo. La verdad, nunca te sueles llenar. Las raciones son más pequeñas que en casa, pero el precio también es más económico. En este caso, un dólar y setenta y cinco centavos. No está nada mal.

Sales a la calle, brillante y polvorienta bajo el sol. Sopla la brisa y las hojas de las palmeras se mecen por encima del tráfico de la avenida. Recuerdas una cafetería que viste desde el autobús: tenía terraza, y la brisa y la luz y la ocasión son buenas para tomar un café y anclarse, de paso, un par de horas en el lugar para leer y escribir. Así que te diriges hacia allá. En el recorrido, se forma un tumulto en la calle, en la acera opuesta a la mía. Se escuchan silbidos, “al ladrón, al ladrón”. Todos acuden a mirar. Desde mi posición, no puedo ver qué ha ocurrido exactamente, pero me quedo un rato mirando la reacción de la gente, que se acerca y silba o grita algo y se arremolina y comenta el acontecimiento con el de al lado.

¿Qué fue?, me pregunta un señor que pasa. Quizá un ladrón, le respondo. ¡Ah!, comenta -un ah alargado y pausado que parece comprenderlo todo-, y se queda junto a mí, mirando tranquilamente (en realidad no vemos nada), como si el tiempo ya no fuese tiempo, y él y yo fuésemos viejos amigos. Solo por ese detalle, lo juro, me quedaría a vivir en este lugar. La gente, que de general suele ir a su rollo -como en toda urbe dinámica y moderna-, conserva, sin embargo, el sabor de otros tiempos, la esencia del ritmo primigenio de los habitantes de los trópicos del mundo. Se juntan, conversan con uno, luego con otro, comentan alguna anécdota –las manos en los bolsillos, alguno con un palillo en la boca, las manos haciendo de visera para protegerse del sol y ver mejor-, y luego, cuando ya pierde interés la cosa –ya sea porque el ladrón es atrapado o se escapa-, se disuelven y siguen su camino.

Ayer, de hecho, asististe a una escena parecida. Los conductores del trolebús (híbrido con ruedas enganchado desde el techo a dos cables que corren paralelos, y que va parándose en andenes ubicados en plataformas donde se paga el peaje) tienen la costumbre de abrir las puertas para que entre y salga la gente –multitud que empuja para entrar y multitud que empuja para salir en una auténtica lucha por la supervivencia- en tiempos absolutamente récords. Apenas se abren las puertas ya anuncia la voz del conductor: “se cierran las puertas, tengan cuidado”, con absoluta independencia de lo que esté sucediendo en dichas puertas, hayan o no entrado o salido los pasajeros, sean ancianos o niños, da igual. Quien más, quien menos, a todos nos ha sucedido alguna vez que no nos ha dado tiempo de bajarnos en nuestra parada. El caso es que estaba en el andén, y las puertas, que son despiadadas, se cerraron atrapando el abrigo de un señor (que se había quedado, literalmente, a las puertas del trolebús. Y enganchado). Una corriente eléctrica sacudió al grupo y todos salieron de su mutismo para ayudar al señor y silbar y dar voces al chofer para que abriese las puertas. Suele ser así: a veces una energía recorre las multitudes y, de pronto, se puede sentir, a raudales, la solidaridad de las personas y la alegría de la comunidad.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

SIGUE ESCRIBIENDO!!

Josu dijo...

¿!!Quién eres!!? Dios mío, !un lector! !Un lector!

Oronar dijo...

Yo también te leo de vez en cuando.

Escribes con gran detalle y dotas de un gran trasfondo a tus historias.

Anónimo dijo...

La vida allá es igual de maravillosa o más, pero te recomiendo que vayas a los restaurantes vegetarianos..
Qué bonito escribes, sigue así valiente!
Te espero en el círculo polar.

Anónimo dijo...

"Un día cualquiera" convierte el día del que te lee en "Un día especial".
Sigue hablando de filósofos cuando te apetezca...

Wendy (compañera de piso de tu amigo Ander)