jueves, 16 de diciembre de 2010

Un día cualquiera 5

13:15 Ves que se acerca un autobús dejando una estela de humo negro. Le haces señales. A diferencia de los buses que siempre has conocido, aquí se detienen y suben y bajan pasajeros en cualquier lugar, en cualquier momento. Las marquesinas deben de ser meramente ornamentales. Por supuesto, el bus no se detiene del todo, solo aminora la marcha, así que toca saltar y agarrarte fuerte a donde sea. Supongo que esto sucede cuando el chofer te ve más o menos joven o cuando intuye que eres ágil. Lo interesante es que no suelen discriminar a nadie: como si se trata de una señora de cien años, da igual, casi nunca llegan a detenerse del todo. Para bajarse, lo mismo. “Siga no más” te dice el señor que cobra el peaje, y entonces entiendes que es el momento y saltas del vehículo en marcha como si se tratase de un avión, y tú, de un paracaidista. Encima no puedes evitar decirle gracias.





A propósito de la figura del cobrador (en realidad no sé cómo se designa su oficio), se trata de un tipo generalmente joven, generalmente varón, que va literalmente colgado de las puertas abiertas del autobús, gritándole a todo el que pase por la calle el destino (que, por lo demás, está escrito en un cartelito en la parte frontal del bus) insistentemente -“a la Marín, a la Marín, a la Marín”-, como si todos los viandantes fuesen sordos o idiotas. Después de hacer esto, todavía le queda tiempo para cobrar a los pasajeros -25 centavos cuesta el viaje-, ya sea recorriendo el pasillo con un equilibrio admirable, entre curvas, vaivenes y frenazos, o saltando y corriendo en la calle para cobrar a los que se bajan por la puerta trasera.

Recuerdo la primera vez que me subí a uno: buscaba como un tonto una maquinita para depositar el dinero o a alguien a quien pagar. Me fijé en un joven que llevaba en una mano, abierta en forma de cuenco, una fila de moneditas ordenadas, y deduje –deduje bien- que era el cobrador. Lueguito, me dijo. Otra novedad: el servicio se paga a posteriori.

De modo que te buscas un asiento -¡hay asientos libres!- y miras un rato la ciudad, otro rato el tráfico, los peatones, los vendedores ambulantes. Las calles son bien interesantes: se puede observar, yendo y viniendo, una mezcolanza de ciudadanos de toda clase y condición. Algunos van de traje -bien engominados con el pelo para atrás ellos, embutidas en tacones altos ellas, parece que vienen de serie con un blackberry en la mano-, otros con ropas deportivas (generalmente los colores predominantes son oscuros), y también están los mendigos, los limpiabotas (¿vestigios coloniales? A mi, la verdad, me daría un poco de vergüenza que alguien se agache a lustrarme los zapatos. Además, no tengo zapatos), señoras indígenas vestidas a la manera tradicional (sombreros clásicos o en forma de hongo, trenzas largas, faldas coloridas, a veces el guagua o niño colgándoles enrollados en su espalda), y vendedores: vendedores ambulantes con puestito o sin puestito, que te venden fruta, calcetines, papas, salchipapas, collares, pulseras, cargadores, y que a veces recorren las filas de coches detenidos en el semáforo vendiendo aguacates, mangos, helados, zumos de coco en bolsitas de plástico, antenas de televisor, películas piratas, pines navideños, pilas, gafas, paraguas, cortaúñas…en fin, las cosas más insospechadas.

Detenido el autobús en el semáforo, te fijas en dos cosas: unos niños de apenas nueve o diez años, despeinados y sucios, hacen malabarismos en el paso peatonal. Uno da volteretas, el otro bebe de una botella y echa llamaradas de fuego por la boca, y el otro se pasea por la fila de carros, de donde asoman por las ventanillas algunos brazos extendidos con algo de calderilla en la mano. Al mismo tiempo, otro niño, vestido de uniforme y sin relación con los del paso peatonal, supongo, se sube al bus para vender caramelos (son habituales los vendedores que se suben de repente en los transportes públicos).

La pobreza es una realidad innegable, ineludible en este lugar del mundo. Solo tienes que salir a la calle y te topas con ella en cada esquina, a cada tramo. Y no se trata de una pobreza homogénea, compartida. Los contrastes son escandalosos. No en vano, Latinoamérica es el continente con mayor desigualdad del mundo, y este país en el que estoy ahora, concretamente, ocupa el segundo lugar de la lista. Lo leí en algún lado. No recuerdo dónde… El semáforo se pone en verde. El bus arranca de nuevo. El niño se baja. Sientes cierto malestar al teorizar acerca de la pobreza, como venías haciendo hasta ahora. Sí, sigo cojeando de la izquierda (metafóricamente hablando), pero ya no me entusiasman las revoluciones ni creo en la pureza de ideales, no, al menos, mientras no acompañe mis palabras con los actos. ¿Lo peor de todo? Sin duda, que te acabas acostumbrando.

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