Para
un debate con fundamento hay que rehuir a los Cruzados. Un Cruzado es
alguien que emprende cruzadas personales desde el resentimiento.
Alguien que lucha infatigablemente contra los fantasmas enemigos que
no dejan de acosarle. El Cruzado abate sus sentencias implacables
contra verdades esenciales que él mismo un día abrazó y que ahora
rechaza. Su deriva ideológica es volátil y caprichosa: de ahí su
inseguridad patológica, su obstinada e incondicional adhesión o
rechazo a una causa; su particular Guerra Santa, en definitiva.
El
Cruzado es un adicto a la condena. A la condena visceral, desde el
rencor, desde el odio. Para condenar una realidad compleja, la
recorta, la pule, la aísla: la reconvierte en una caricatura. Luego
da un paso atrás, mira su proyección, se la cree. Y la ataca, la
asedia. Sin piedad.
Al
Cruzado no se le reconoce por su indumentaria, bandera, creencia,
postura o ideología. El Cruzado simplemente fluye. Puede nadar con
la corriente o contra ella. Para la actividad Cruzada no es
imprescindible el extremo y la militancia -recuerde bien esto-: el
Cruzado puede decir “sin más”, repetirse, mezclarse entre la
gente. El Cruzado puede ser una persona, un grupo, uno mismo.
Tema al
Cruzado, evádalo, rehúyalo. Ése es mi consejo.
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